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viernes, 22 noviembre
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Hoy voy a hablar de política, por Pedro Muñoz Plaza

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Hoy voy a hablar de política. ¡Pero si no haces otra cosa!

Es cierto que la política lo impregna todo y es inevitable que cuando expresas tu punto de vista sobre la problemática social de tu entorno, al post de marras se le adhieran sonidos, tintes u olores que nos traigan a la cabeza determinadas posiciones políticas. La mayoría de ocasiones ese olor estará influenciado por el estado de ánimo del lector, por sus propias querencias o carencias ideológicas, por lo que haya comido ese día o simplemente por la tontá que acaba de leer en Twitter. También puede ser que el autor tenga unas inclinaciones determinadas y, aunque lo intente evitar (o no), se le vea el plumero a una legua en cada una de las frases que salen de su teclado.

Bueno, pues hoy voy a hablar de política. Concretamente voy a hablar sobre cual es mi postura ante las que, al parecer, van a ser las elecciones menos deseadas de la historia de la democracia.

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Posiblemente lo que pasó el 20 de diciembre pasado, en las últimas elecciones, se venía gestando desde 2010 cuando la crisis apretaba el paso, se mordía la lengua hasta sangrar, se arremangaba y cogía a este país de las solapas para zarandearlo y acogotarlo sin solución de continuidad.

Indignados, perroflautas, 15M, naranjitos y coletas. Plataformas de todo tipo, manifestaciones pacificas y violentas, desahucios, preferentes, recortes, copagos. Suiza, Púnica, Panamá, rescate bancario, corruptos y más corruptos… Reforma laboral, contratos de minutos; economía sumergida, colaborativa, econotuya… Terroristas con chapela que se van; terroristas con turbante que vienen… Constitución, rey abdicado y rey puesto, segunda transición, república, independentistas…

Palabras y acontecimientos que hemos visto, oído y sufrido infinidad de veces estos años; que han marcado la agenda y el léxico político nacional.

Mientras, la crisis se eterniza. Nos las han dado —y siguen dando— de todos los tamaños y colores. Sin solapas y sin chaqueta, la cara hinchada, los ojos morados; a gatas ya sin fuerzas, con la camisa rota, sin zapatos y algunos hasta sin casa. Así llegó este país al 20 de diciembre. Y pasó lo que pasó.

Y desde el día siguiente todo el mundo dijo que no formar gobierno y tener que repetir elecciones sería un gran fracaso.

—¡Frena, frena, frena, que nos la pegamos!

Y nadie ha frenado. Y nadie tiene culpa de nada. Y el fracaso se ha consumado.

—¡Pues yo no voto más! Anda y que les den morcilla

Parece que todo ha pasado en los últimos cuatro meses; y no ha pasado nada. La velocidad con que se suceden los acontecimientos, la abrumadora e ingente cantidad de información —manipulada e interesada la mayoría de las veces— nos hace perder la perspectiva. No ha pasado nada. Aún duelen los moratones —los viejos y los nuevos—. Las hostias siguen cayendo. Los guantes se los siguen enfundando los mismos, los sillones siguen ocupados por los mismos culos. Insisten e insisten en que todo está bien; que nos limpiemos la sangre de la nariz y nos pongamos en pie. No pueden parar de reír mientras nos dan patadas en los riñones para que nos levantemos, miran para otro lado y culpan a otros de nuestros dolores.

En estos cuatro meses no ha pasado nada. Estamos aquí y venimos de donde venimos, pero desde hace mucho más, no solo cuatro meses. A donde queramos ir y la fragilidad (o no) de nuestra memoria debería marcar el color de nuestra papeleta.
Hay que votar en junio —otra vez—. Con criterio, con memoria.

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