Era un hombre sencillo, con piedad aldeana y tierna, de evangelio apócrifo, como el romance de la Virgen y el ciego. Admiraba a San Martín y a los santos de los pequeños milagros: dejar una capa, dar de comer, pasar la mano por un rostro compungido; esos prodigios de andar por casa que se cuentan al amor de la lumbre con una sonrisa limpia.
Desunció las mulas y cogió el breviario. Entró al seminario ya mayor, mozo viejo y aguantando chuflas. Ya ordenado y calvo vestía un clergyman que pudo ser gris, ornado indefectiblemente con una mancha blanca de honrado sudor, como cuando era gañán. En verano se cubría con un panamá. Manejaba un estricto y férreo auto del otro lado del telón de acero.
Fue coadjutor en un pueblo cercano al suyo. El párroco era un andaluz alto y tridentino, vestido siempre con una impecable e inmaculada sotana negrísima. La única heterodoxia que permitía a su talar atuendo era el de llevar desatados los tres primeros botones en verano. Era más de medio metro más alto y trescientos millones de pesetas más rico que su segundo.
Cuando el párroco se jubiló, nuestro protagonista pasó a ser el presbítero titular de la única parroquia del pueblo; no era muy apreciada su bonhomía. Don Luis, que así se llamaba el andaluz, a la sazón montillano, la última vez que fue a un banco cercano a ingresar el importe de los cepillos de las misas del fin de semana, fue abordado por uno de los oficiales de la entidad:
—¿Ya se jubila usted don Luis?
—En cuanto haga el ingreso me voy a mi pueblo.
—¿Y nos va a dejar usted con don José?
—Es un hombre muy piadoso y un sacerdote excepcional.
—Lo que usted diga, don Luis… Pero antes de irse nos podría usted grabar unas misas en vídeo, para que no tuviésemos que aguantar a su segundo.
Don José tuvo problemas una vez cogidas las riendas de la parroquia. Su sencilla fe le hacía pronunciar homilías absolutamente inconvenientes. Fustigaba a los feligreses, sobre todo a los de la misa de ocho de la mañana, llamándoles sistemáticamente «sepulcros blanqueados». Consiguió que no asistiera nadie a misa, los más beatos acudían a celebrar la eucaristía diaria al pueblo vecino.
Acabó perdiendo la cabeza —nunca la sonrisa— y termino sus días en un asilo de monjitas de su pueblo.