El otro día, viendo por enésima vez “Una historia verdadera” —a juicio de un servidor tuyo, filmógrafo lector, la mejor película de David Lynch—, consideré la posibilidad de trasladarla del Midwest a La Mancha.
Es una película basada en un hecho real ocurrido en 1994, protagonizado por un anciano de 73 años, Alvin Straight, que viajó desde Laurens (Iowa), a Mt. Zion (Wisconsin), montado en su cortacésped John Deere. Alvin decide iniciar este viaje para reencontrarse con su hermano, el cual se encuentra gravemente enfermo y con el que no se habla desde dios sabe cuando.
—Cuando eres joven nunca piensas en la vejez.
Mueve el fuego con un palo y mira fijamente las llamas, con cara satisfecha, mientras otea la lluvia que cae fuera. La lluvia alegra el espíritu: da paz. El sonido acompasado de las gotas sobre los tejados reconforta el alma, acomoda los sentimientos, afloja el odio y suaviza el ser. Se conoce que la blandura del tiempo se mete en la sangre y esta busca a la suya. Cuando llueve se arreglan eternos pleitos. Sin dejar de mirar las llamas insiste:
—¡El mundo es de los jóvenes!
Enciende un cigarro, entorna los ojos al exhalar el humo de la primera calada, casi cerrados. Mientras enreda en la lumbre con el palo piensa que ya está bien. Levanta los ojos, otra vez, hacia la ventana, sonriendo satisfecho. Llueve pausadamente, calando hasta la tosca, lavando pecados y hambres antiguas.
—Tengo que hacer las paces con mi hermano mientras tengamos vida.
—¿Tienes un hermano abuelo? Nunca has dicho nada.
—Sí.
Le cuenta al rapaz que eran dos hermanos. Que sus padres casi pierden la vida por sacar adelante las cuatro viñas que tenían y poder comer. Que empezaron a trabajar el campo desde que pudieron sujetar la azada y ramalear la mula vieja y mansa. Se iban con apenas diez años para toda la semana, los dos y la mula. Estaban siempre bromeando, el trabajo más penoso lo convertían en una diversión. Con risas y chanzas soportaban el atroz frío. Durante el verano, le dice al zagal, estábamos siempre al sol, los tres meses, queríamos coger calor para que nos hiciera soportar el largo invierno.
Nos hicimos grandes y fuimos al servicio, sigue relatando. Yo primero, a África, pues soy un año mayor. Cogí la mala costumbre de beber en exceso. El alcohol se apoderó de mí. Nunca bebía lo suficiente. Fui una mala persona que cometió actos terribles, de los que me arrepiento cada mañana. Gracias a mi mujer, a la abuela, logré dejar la bebida. Y hasta ahora, más de cuarenta años sin beber.
—¿Qué pasó con tu hermano abuelo?
Arruga el entrecejo y mira el fuego, enciente otro pito, con un tizón. Da una calada eterna, aguanta el humo en los pulmones cerca de un minuto y lo expulsa de golpe.
—Pues si te digo la verdad, ni me acuerdo. No sé si fue por el reparto de la herencia de nuestros padres, por alguna discusión en el campo… No lo sé. Pero llevamos veinte años sin dirigirnos la palabra.
Para de golpe de hablar y vuelve a fijar los ojos entornados y húmedos en la lumbre, removiendo las brasas con el palo mientras fuera llueve, lavando culpas. Después de comer va a ir a casa de su hermano, que la muerte ronda por las cuatro esquinas de la calle. Alguno tiene que dar el primer paso.