La biblioteca, entonces, era un lugar mágico, alejado de cualquier invención borgiana. Diáfana y luminosa (al menos en el recuerdo de este que escribe) no había ningún hexágono, salvo las mesas de la zona infantil. Dos trapecios individuales unidos por la base, de distintos colores. Geométricamente hablando predominaba el rectángulo, una figura tan estricta como aquellos años que digo.
A lo mejor —ahora que caigo—, el casillero de madera donde estaban las fichas de los volúmenes y los carteles en los que se explicaba la colocación de los libros, sí fuesen propios del maestro Borges. Por lo inacabable.
—Una vez, toreando Curro Romero, le gritó uno desde el tendido: «¡¡Arrímate al toro!!». Y el matador respondió: «¡Si lo veo bien!».
En la planta de abajo había un vestíbulo, inmenso, con grandes fotos en blanco y negro de viejos vestidos de negro, con mirada negra. El bedel gastaba mostacho, vestía uniforme y contaba chistes. Con afición, denuedo, aplicadamente, sin descanso y concienciado de su gracia. Estaba, o eso creo, pluriempleado cobrando pólizas de seguro a un andaluz que viniese a Tomelloso. El hombre daba una imagen de sargento de carabineros que no se correspondía con la realidad.
La sala de lectura estaba en la planta de arriba. Y el despacho de la directora, que tenía una puerta de cristal esmerilado. Se accedía por una escalera quejumbrosa, como ahora. En una suerte de distribuidor estaba el casillero. Se buscaba el libro, por autor, título, materia, o alfabéticamente. Se apuntaba la signatura —palabra preciosa— y se le daban los datos a la bibliotecaria.
—¿La rebelión de las masas? Es muy bueno, verás cómo te gusta.
Entonces uno estaba seguro de que ella, la bibliotecaria, había leído todos los volúmenes de aquella residencia de las palabras. Hasta la Larousse y el Espasa.
La Larousse tenía un artículo Santiago Carrillo que buscábamos. Por entonces ya habíamos dejado de perseguir por diccionarios y enciclopedias al famoso verbo de la primera conjugación. Era más emocionante buscar al veterano comunista; o una extraña definición de metro, alejada del meridiano revolucionario y jacobino.
La bibliotecaria tenía un atril de madera, parecido al facistol del coro de una catedral, lo recuerdo labrado. O a lo mejor, el paso del tiempo hace que uno recargue algunas figuras y era de ermita de aldea, quién sabe. En el adminículo siempre tenía un libro abierto. Ahora, casi cuarenta años después, sé que es cierto: ella lo leyó todo.
—¿Trópico de cáncer? ¿No te parece que eres muy joven?
La bibliotecaria leía (Flora, estoy seguro de que ya sabías quien era, bibliófilo lector), buscaba libros, recogía las mesas de lectura, revisaba los volúmenes devueltos, escribía a máquina y regañaba. Sobre todo pidiendo silencio, palabra desconocida para nosotros. La biblioteca, la casa de la cultura, era donde hacíamos los trabajos (los de geografía, claro, los únicos que merecía la pena ser compuestos en aquel templo del saber. El castigo por no hacerlos, nos alentaba más que la recompensa de los otros profesores por hacer los suyos), allí estudiábamos y quedábamos. Cuando nuestras revueltas hormonas no daban tregua, Flora llamaba al bedel, que subía con sus hechuras de brigadier de húsares. Y se hacía el silencio.
—Cuarenta duros de multa por orinar en la piscina.
—Pero si todos los hacen.
—Pero no desde el trampolín.
Este lunes 24 de octubre, Día Internacional de la Biblioteca, la Casa de la Cultura de Tomelloso recoge en Guadalajara el Premio al Mejor Programa de Fomento Cultural y de la Lectura. La Biblioteca Municipal de Tomelloso, fundada en 1952 y dirigida por Francisco García Pavón (de quien toma su nombre) está presente, con justicia, en los primeros Premios Castilla-La Mancha de Excelencia en Bibliotecas, con su directora, Rocío Torres a la cabeza. Sirvan estos recuerdos de homenaje al pilar en el que se ha sustentado la lectura y, sobre todo, la cultura, durante muchos años (y los que quedan) en nuestra ciudad.
¡Enhorabuena!