El hombre mira a un lado y otro de la carretera. La urraca está en medio de la calzada. Devora un conejo. O un gato. Despanzurrado por un coche. Las cigarras cantan, inquebrantablemente. A lo lejos, sobre la llanura, el horizonte se refleja en la carretera. La maría arranca la carne inmisericorde. El hombre vuelve a mirar, nervioso. La hierba de la cuneta le sirve de distracción unos pocos segundos; se toca la cara, pasa la mano a contrapelo y también en eso nota alivio. Incrédulo se mira las manos. No hay sombra, el sol está en el cenit. Las chicharras, metálicas, no descansan ni un segundo. Suda.
Pasa un coche, despacio, va al pueblo. El hombre y el conductor intercambian una mirada como saludo. La urraca se eleva. Vuelve al festín de carne muerta cuando el auto pasa. No se da por aludida. No se siente culpable. No huele el romero. Solo los pútridos músculos del conejo. O del gato. Una perdiz sobrevuela la calima torpemente, al poco se cansa y se refugia bajo una cepa. Picotea los agraces. Deben saber a hiel —piensa el hombre—, como este cáliz.
Mira a la izquierda, en el cruce de la Casa de los Árboles se distingue al autocar que viene de Madrid. La casa de Madrigal le recuerda una casilla de caminero. La tierra parece yeso, o cal viva. El hombre traga saliva. No se mueve ni una pámpana. La carrasca de la Sandalia, majestuosa, enhiesta e impecable está frente a él. Contempla las ruinas de las casas de labor como barcos varados y decrépitos. El ómnibus se acerca, la hurraca come y las cigarras cantan. El hombre vuelve a mirarse las manos y a tragar saliva.
—¡Dios mío!
Los frenos del bus suenan guturales, convulsos, desgarrados, como si aullasen horrorizados. El hombre suelta un quejido, único y sin ganas. Se levanta y anda unos metros. Cae como un saco. Los pasajeros gritan, el conductor resopla. La urraca sobrevuela la escena.
—La culpa no fue mía. Se abalanzó al autobús, no pude evitarlo…
—Todavía vive.
—A lo mejor no es nada, ¡que Dios le asista!
El hombre yace en un box de urgencias del Hospital. Se hace de noche. El jefe de servicio se vuelve a la enfermera:
—Está muriéndose. Tiene el pulmón derecho encharcado.
El hombre, afirmando el pronóstico del médico, hace un movimiento parecido a un escalofrío, emitiendo un suave quejido. Queda inmóvil.
El policía observa al hombre tendido en la camilla. Tiene las ropas puestas. No parece muerto. Le falta un zapato. Saca con cuidado una cartera vieja, apaisada y marrón de uno de los bolsillos traseros del pantalón. Diez euros.
—¡No hay carnets!
Mete la mano en el bolsillo derecho. Uno cincuenta en calderilla, un paquete de pañuelos. Lo deja sobre una mesa inoxidable. Saca del bolsillo izquierdo una hoja de papel doblada. El policía recupera la esperanza mientras la enfermera cierra los ojos del hombre.
«Las amargas preocupaciones van a abandonar hoy mi pecho. Después de pensarlo bien he decidido que esta es la única manera de que salgamos adelante. No te sientas culpable. Si todo sale como espero vuestra vida será mejor que la que yo os he dado.»
El policía no encuentra ningún dato sobre su persona.
—Por lo que se deduce de la nota, se ha suicidado para que la familia cobre el seguro.
El médico:
—Seguiremos los procedimientos usuales. Esperemos que aparezcan en un plazo prudencial y retiren el cadáver del depósito.