Basilisa Jareño Clamores estaba empeñada en sacar de pila a algún nieto de su hijo mayor, Jesús Tudela Jareño. La única condición que pusiera fue que a lo que apadrinase le colocasen su gracia. Su nuera, Antonia Rodríguez López, hacía maniobras para no castigar a ninguno de los vástagos con el nombre de la abuela y que la mujer no notase que le hacían un feo. Que si el santo del día, que si me lo tenía dicho un pariente, etcétera. La yerna de La señora Jareño era de Argamasilla de Alba, provincia de Ciudad Real, hija del tío Zuro, que murió de unas tercianas que trajo de la guerra de Cuba.
Cuando el tío Zuro dobló repartieron a los muchachos entre los parientes. A ella y al hermano pequeño —que luego desterraron por ser no sé qué en el campo de aviación que tuvieron los rusos en la orilla del pueblo— los mandaron a Tomelloso, a casa de un tío, hermano del padre, que estaba de mayoral en la casa de mayor diezmería de la ciudad, vivían dentro del corral, en una casilla, con gallinos y un borrico al que decían “Peseta”.
Cuando casó con Jesús Tudela Jareño, siguieron viviendo en la casilla de dentro del corral, hasta que los despidiesen porque a Tudela se le fue la boca en una taberna:
—Fijaos si es listo el tío de mi mujer, que con la cebada que le da su amo para el pienso de las mulas, está criando sus gallinas y al borrico “Peseta”.
Aquello llegó a oídos del dueño y se conoce que le sentó mal y les echó el tarugo en remojo, conminándoles a abandonar la casa y el puesto de trabajo en horas veinticuatro.
A aquella casa iba a rondar un petimetre, tal vez de Infantes, de una de las familias más ricas del lugar; les decían “Escudos” por mal nombre (o a lo mejor “Ducados” o “Sestercios”) debido a la fortuna que tenían. El personal se los imaginaba paleando monedas de oro como quien vuelve una parva: una suerte de Rey Craso del Campo de Montiel. Venía buscando los amores (y el capital, todo hay que decirlo; en aquella época los ricos eran endogámicos) con la mayor de la casa, una solterona que lo siguió siendo, pues no encontró en toda la Mancha a nadie con haberes suficientes para casar con ella.
Estos “Escudos” se quedaron huérfanos de madre muy pronto, siendo apenas niños. El padre que era más malo que el rejalgar y más agarrado que un chotis, enterró a la mujer en una caja de pino, en la mera tierra, solo le puso una cruz de hierro encima. Después del funeral, les buscó a los niños una criada y una aya y él se fue a vivir a casa de la querida. Una de las hijas se quemó entera limpiando el piso. Los suelos de barro cocido se abrillantaban con petróleo destilado, queroseno, por lo que fuese salió ardiendo toda la habitación y la pobrecilla murió quemada viva.
Al tío “Escudos” cuando se le secó el cuerno bajero la querida lo mandó con los hijos. Vamos, con la única hija que quedaba entonces. Al ver cercano el postrer momento, arregló la sepultura de la mujer con una lápida de mármol. Pero la hija le repetía:
—Todo el tiempo que has tenido a mi madre en tierra te voy a tener a ti.
Al tipo aquello le daba miedo y se compró un ataúd de una madera incorruptible, como el de Franco, según tengo entendido. Lo tenía bajo la cama y de vez en cuando se metía dentro a ver si iba a estar cómodo en la última morada. A los tres años espichó. La hija lo metió en un arcón de pino, de los más baratos y en un hoyo en el cementerio, a la entrada para que lo viese todo el mundo y lo coronó con la misma cruz de hierro que tuvo la madre.
Al catafalco como el de Franco le pegaron fuego en el corral y en las brasas estuvieron asando chorizos y sardinas. Comieron y bebieron para celebrar la muerte de aquel trueno y su, segura, bajada a los infiernos para toda la eternidad.
En otro orden de cosas, doña Basilisa Jareño Clamores, no consiguió que su nombre continuase en la estirpe de su hijo mayor, Jesús Tudela Jareño.