La segunda vez que me encontré con Manolo, fuera del pueblo se entiende, fue en Madrid, en el Parque de Atracciones de la Casa de Campo. Iba en busca de mi cartera, la primera apaisada que tuve; la había extraviado en un carrusel. Caminaba hacia la caseta de objetos perdidos con la esperanza de poder comprobar la solidaridad de los madrileños, rápido y haciéndome muchas cuentas. Si al menos estuviese la cartera —la primera apaisada, como en las películas— con los carnets y las tarjetas, lo daría por bueno, aún sin el dinero.
—Hombre Navarro, que sorpresa.
—Hola Manolo, dame un abrazo.
A pesar de los años, tenía los mismos grandes y serenos ojos, la media melena y esa gran sonrisa que le proporcionaban los labios de trompetista. Comprobé que seguía llevando metida en el bolsillo la mano izquierda al andar.
Le conté mi odisea con la cartera. Él me relató que trabajaba allí de músico con otro paisano y conocido, un saxofonista con la nariz como Darín al que le decían Mojillos. Salían en una cabalgata tocando los instrumentos y vestidos de animales antropomorfos. A tanto el desfile.
—Me voy, que salimos a las 21:10.
—Todavía te queda, son las 19:40.
—¿Eso qué hora es? No puedo con la notación horaria de 24 horas.
—Le quitas 12 horas, las siete y cuarenta, o las ocho menos veinte.
Nos fumamos un cigarro; me esperaban mi mujer y mis hijas para montar en otro chisme infernal: no tenía prisa ninguna. Sin ánimo de parecer mesiánico, o peor aún, pretencioso, no me alcanza el entendimiento cómo se puede pagar, tanto, por penar, tanto, subiendo en esos instrumentos de tortura que son los carricoches de los parques de atracciones y ferias.
Recordamos entre caladas de Ducados la primera vez que nos viéramos, fuera del pueblo se entiende. Fue en La Haya, el Día de la Reina, lo llevaban detenido dos policías por haberse encuerado subido a un cajón vacio de plátanos, en el Haagse Bos, tocando el Time after time. Con la pilila pintada de naranja, eso sí. Hube de ir al Consulado, hablar con todo el mundo y al final pagar los veinticinco florines de multa.
—Vaya alcances tienes, Manolo. Los luteranos y especialmente los holandeses, solo aguantan sus extravagancias, no admiten las de los extranjeros y menos las de un católico español.
—No, si ya. He de reconocer que no he estado oportuno.
—No mucho.
Nos despedimos a las 20:15 con un abrazo.
—¿Vais a vernos desfilar?
—Seguro.
—Entonces, ¿son?
—Doce, réstale doce…
Acudí al kiosco de objetos perdidos y una amable empleada busco mi cartera apaisada (la primera, no sé si lo he dicho). La encontró con todo dentro, incluido el dinero. Comprobó mi fisonomía y me la entrego. Busqué a mi familia, ya no era hora de montar en nada. Regresamos al pueblo sin ver la cabalgata.