Pedrito, de niño, era melancólico, algo grueso, indolente, comprensivo, alabancioso y entornaba los ojos al hablar.
Pedrito, de niño, jugaba a elegir, con sus amigos, por medio de un complicado proceso de eliminación, al mejor futbolista de de una serie de estampas plásticas que venían de regalo en unos pastelitos, en aquellos tiempos en los que la bollería industrial no tenía la culpa de todos los males.
Pedrito, de niño, si acaso no salía como ganador su jugador favorito, peroraba sobre el escaso entendimiento balompédico de sus camaradas. Eso sí, con gesto adusto, cabeceando y entornando, a la vez, la vista.
Pedrito siempre cabeceaba: de niño y de grande. El padre de Pedrito se cubría la calva con una boina. Pero no una escasa y raída boina de bracero, de esas que parecen un capelo de color de ala de mosca. No. El padre de Pedro calzaba un gran boina, agüera y negrísima, de señorito con posibles. El padre de Pedro también cabeceaba y se subía el pantalón por encima de la ligera barriga; marrón y con la raya perfecta, esculpida.
Pedrito, de niño, siempre hablaba en plural, no sabemos si mayestático, cuando se refería a la supuesta clase social a la que pertenecía y en la que me incluía hasta que supo mi gracia. “Nosotros no somos iguales que esos piernas, hijos de padres obreros.” Su padre era comerciante, tenía cerca de la plaza una tienda dónde vendía mañas de esparto, para atar injertos y algún par de alpargatas.
Pedrito no era amigo directo, pero aun así iba para portento y se comportaba con tal. Hablaba de todo y con argumentos razonados, mesurados, aunque de persona mayor y con tono de suficiencia. Las madres del barrio usaban a Pedrito cómo modelo cuando nos regañaban.
La madre de Pedrito, se movía por la casa deslizándose sobre unos trapos a los que llamaba “patines”, graciosamente. Me recordaba —las pocas veces que fui honrado con ir a su casa— al héroe de Saporo, con esos movimientos de piernas tan acompasados; también a Roald Amudsen cruzando las inmensas llanuras antárticas con vaivenes de cadera.
El piso de la casa de Pedrito brillaba cómo un espejo y sus amigos directos, escasísimos por cierto, apostaban sobre la posibilidad de peinarte mirándote en el suelo. En la casa de Pedrito estaba todo colocado, el teléfono forrado y había lámparas en todas las mesas.
Una vez me contaron que el padre de Pedrito, de mozo, una noche de juerga en la que iba completamente ebrio, cayó de boca en un charco. Los amigos, también curdas, lo dejaron a ver que hacía. O se levantaba o se ahogaba. Pero sin mala intención, ni porque le tuviesen manía o pretendieran su muerte: por pasar un rato entretenido. Afortunadamente para todos pasó un señor de la calle que le sacó la jeta del agua. Por lo visto en su mocedad, el padre de Pedrito, era un calavera que bebía cubas libres en las terrazas de los bailes, sentado en sillas de tijera y con gafas oscuras.
Se me ha olvidado referir que el padre de Pedrito tenía unas manos tan grandes que no le cabían en el bolsillo de pantalón.
Pasados los años vi a Pedrito en el restaurante de unos famosos grandes almacenes. Rodeado de niños, ahora delgado y calvo como su padre. Observé que seguía cabeceando entornado los ojos, pero con más humildad que de niño. Deduje por el pelaje de la ropa que llevaba que el portento quedó en nada.
No nos saludamos.