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viernes, 22 noviembre
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Miércoles de ceniza, por F. Navarro

ceniza

El chino va montado en una bici, de niño, las rodillas le dan en la barbilla. La rueda de atrás es lenticular, tiene dibujadas secciones de colores como una ficha de Trivial. Cuando gira parece un molinillo. Lleva gafas de sol recelosamente grandes y con forma afascistada, doradas, rígidas, inquebrantablemente verdes. Levanta el culo, pedalea y sonríe. Siempre sonríe. Va por la acera de la calle Toledo, sin rubor, con chulería y tarareando. De cuando en cuando levanta el bul del sillín y le da a los pedales.

Una señora lo ve venir hacia ella. Tiene el pelo gris, viste de medio luto; también se llama de desahogo. Debe ser viuda. Como tantas. Lleva un bolso negro, acharolado, colgado del brazo. Seguramente carga en un bolsillo interior bolas de anís para repartir a los hijos de los sobrinos del marido. No merecen más. No fueron capaces ni de portarlo en el entierro, a pesar de ser su obligación.  El chino se acerca sonriendo, ella lo mira y da un bolsazo:

—Las bicicletas por la calzada. —suena arcaico como llama a la calle.

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El chino pronuncia algo ininteligible, agudo.

—Más tú. Por si acaso.

El miércoles de ceniza el cura  nos recuerda lo que somos, despacio: «En polvo eres y en polvo te convertirás». Parece el siervo que en la antigua Roma le decía al general triunfante: «Memento mori», recuerda que eres mortal.

La Cuaresma es desierto, sequedad, soledad, ayuno, austeridad, rigor, esfuerzo, penitencia, peligro, tentación. Pero el Padrenuestro es la coraza que nos libra de todo mal.

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—Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

—No. A los que nos ofenden.

El chino sigue, calle Toledo adelante, por la acera, sin estremecerse. Dónde se estrecha la rúa por fin se baja a la calzada, arcaicamente. Va a contramano, pero a él le da igual. Llega a la parte peatonal y se libra de morir despanzurrado por algún auto. La señora va a la confitería a comprar desayunos y mojicones para una recién parida, como si no hubiese pasado nada.

—En polvo eres, etcétera.

Llegamos a la plaza de toros a ver el Entierro de la Sardina. Se conoce que la de ese año que cuento está reñida con sus deudos. Tal vez algún asunto de herencias, ya se sabe.

—¡Qué bien se llevan esos hermanos!

—Eso es que no han partido.

En el duelo de la sardina solo va un fraile, debajo del capuz lleva gafas de sol. Más tarde se une una mujer. Más tarde. Es una escena surrealista, berlanguiana. O de Gutiérrez Solana si no fuese por la poca gente que participa. La sardina, los portadores, media docena de guindillas, los de la Cruz Roja. Y un doliente. Uno solo. Me recuerda un chiste, tan antiguo como el vocablo calzada.

En la posguerra, cruza la plaza un entierro camino del postrer reposo. Tras el coche de caballos va un chiquillo solo, de unos seis siete años, llorando a gritos.

—¡Padre, padre! ¡Llévame contigo!

En el casino había unos viejos sentados en la terraza que se compadecieron del zagal y acordaron entre todos acompañarlo al camposanto. Se pusieron tras el chiquillo, con el testuz descubierto y la cara de circunstancias.

—¡Padre, padre! ¡Llévame contigo!

Hay que ver, pensaban los viejos. Se ve que la criatura se prefiere acompañar al padre al Tártaro que quedarse solo en este valle de lágrimas.

—No te preocupes, hijo —le dijo uno de los ancianos— a pesar de lo que te pueda parecer y de lo negro que lo veas todo, siempre se sale. Además, eres muy joven para quererte morir.

—¿Morir? Yo no me quiero morir. Yo lo que quiero es que mi padre, que es el cochero, me monte en el pescante, con él.

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