Don Arturo Sánchez Manzanares está sentado plácidamente a la sombra de los escuetos arboles, en la terraza del casino de San Fernando, —cuando los verdes campos han sucumbido al ocre seco y polvoriento de los rastrojos— agita el café con leche con la cucharilla para disolver el azúcar y enfriar el líquido. El tintineo de la herramienta contra el cristal del vaso se mezcla con el gorjeo mañanero de los gorriones y produce un estado de paz y sosiego en los compañeros de la mesa.
—Se me ha secado el cerebro —dice don Arturo a sus amigos— como una pasa, ya no tengo ni paciencia. Creo que me quedan cinco días como mucho.
Y pone una seráfica sonrisa en su rostro. Don Arturo es poeta, ha cantado a un pájaro en un alambre como Leonard Cohen, hizo collages con versos al mar adolescente recortando palabras de distintos periódicos, pegándolas en una cartulina y poniendo como remate un barco de papel sujeto con celo; con bolsillos. Las naves de papel (como aquella en la que el soldadito de plomo recorría cual Ulises las cloacas) pueden ser de bolsillos y sin ellos, siendo las primeras más difíciles de construir por el papiroflexor de ribera. De joven compuso estrofas al amor angustioso y no correspondido. En la madurez compone con estilo bretchiano y verso libre cantos a la voluptuosidad de la tierra y a la idiotez de los hombres.
—Hombre Arturo, no nos digas eso por la mañana temprano.
El vate Sánchez Manzanares levanta la vista y observa la glorieta de la iglesia calcinada por el sol que cae a plomo sobre el pavimento de diseño. Recuerda la floresta que había en sus años mozos. Inmensos álamos que mantenían la plazuela como un oasis en la estepa de la Plaza de España. Parterres con setos de evónimos formando calles, con bancos a cada lado y una samaritana fuente de esas de beber agua. Y cabinas de teléfono, también había cabinas telefónicas.
Recuerda cuando veía pasear bajo los árboles a Plinio y don Lotario, cogidos del brazo, andando con parsimonia y hablando en un susurro. Generalmente cuando estaban resolviendo algún horrible y enjundioso crimen. Comenzaban el paseo en la acera de la calle Socuéllamos, llegaban al final, al anexo de Claudio y se volvían, una y otra vez. Sin hablar con nadie ni atender a los saludos.
Don Arturo guarda en un álbum de fotos, pegadas en las cartulinas negras, las reseñas de sus obras en la prensa local y provincial y sus escasas colaboraciones en las publicaciones de la ciudad. Ha visto de pasar en sus cerca de sesenta años al menos una decena de noticieros en papel. El contenido del álbum está ordenado cronológicamente.
Se sentaban en los bancos —prácticamente los mismos que cuarenta años después están sentados en el velador del casino— sobre el respaldo y poniendo los pies en el asiento, como forma de desacuerdo y protesta. También llevaban camisas sin cuello “de tirilla”, pantalones vaqueros y alpargatas con el piso de goma como imagen de su rebeldía ma non troppo. Arturo piensa, entre estos recuerdos, que cada vez hay menos amantes de las flores de jardín.
—Tengo que resolver mis asuntos, que en cinco días pasarán las parcas.
Al cuarto día el poeta no se puede levantar de la cama. Sus compañeros de café acuden a verlo.
—¿Qué os decía? Menos mal que he dejado todo arreglado. Mañana la diño.
Les cuenta un recuerdo de aquellos años de bancos de madera.
—Estábamos sentados en la plaza —les dice—, en la glorieta, sería el verano de 1975. Estábamos todos. Frente a nosotros, en otro banco, estaban tres viejos, vestidos de negro y con boina. De un árbol cayó un pajarillo, ya con plumas, que seguramente estaba aprendiendo a volar. Lo cogió uno de los viejos, recuerdo que tenía una cara inexpresiva y una nariz gorda, como la de los payasos. —hizo una pausa, bebió agua y secó las lágrimas— Lo tuvo en sus manos, macoqueándolo, acariciándole la cabeza y diciéndole cosas. De pronto, le sacudió un papirotazo en el cráneo matando a la avecilla y echándosela en el bolsillo del pantalón.
Al quinto día, don Arturo Sánchez Manzanares estaba de nuevo en la glorieta de la iglesia, esta vez con los pies por delante.