A primera hora de la mañana del 6 de agosto de 1945 las alarmas japonesas sonaron sobre la ciudad de Hiroshima. No era nada anómalo. La gente estaba acostumbrada mientras las fuerzas armadas de Japón daban los últimos coletazos frente a los aliados. Casi todo el mundo hizo caso omiso de las sirenas pensando que los aviones pasarían de largo. Pero esa mañana no fue así. Un bombardero B-29 sobrevoló Hiroshima hacia las 8.15 de la mañana y liberó un proyectil que estalló sobre la misma un minuto después.
Los altos cargos militares de Japón intentaron comunicarse con la ciudad pero tan sólo obtuvieron silencio. Desde el aire, un avión que tenía por misión evaluar los daños del ataque sólo pudo distinguir una densa nube de humo y ceniza y los restos de una ciudad que ardía entera.
Horas después el presidente estadounidense Harry Truman anunció que sobre Hiroshima se había lanzado el primer artefacto nuclear usado en combate. En su discurso Truman anunció que si Japón no se rendía incondicionalmente estos ataques continuarían contra cada una de las ciudades enemigas hasta su total aniquilación.
“Los japoneses iniciaron esta guerra desde el aire con la masacre de Pearl Harbor. Les hemos devuelto el golpe multiplicado […] Ahora estamos listos para destruir completamente cualquier ciudad japonesa. No nos engañemos, vamos a aniquilar completamente el poder de Japón para hacer la guerra […] Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra.”
De ese modo el mundo conoció la noticia del primer ataque nuclear de la Historia. Nunca antes se había utilizado un arma de semejante poder. Todos los avances de la ciencia respecto a la energía atómica se utilizaron para crear una bomba que mató de forma instantánea a más de setenta mil personas, más otras sesenta mil que murieron en los días siguientes. Toda una ciudad borrada de la faz de la tierra en menos de un minuto. La “Little Boy” como se llamó a la bomba nuclear, produjo una explosión que elevó la temperatura hasta el punto de incendiar el aire y crear una bola de fuego que se tragó la ciudad. El estruendo pudo escucharse a más de sesenta kilómetros. Familias enteras desaparecieron literalmente, carbonizadas por las altas temperaturas. Apenas hubo reacciones para atender a los heridos en las primeras horas posteriores al bombardeo pues la mayoría de los médicos y enfermeras habían muerto también. Las comunicaciones, la radio…todo desapareció en menos de un minuto.
Desde el aire, Paul Tibbets, el piloto del Enola Gay, el bombardero que liberó la mortífera carga, tomó consciencia entonces de los efectos de su ataque “Dios mío ¿qué hemos hecho?” se le escuchó decir por la radio.
Sin embargo el alto mando japonés forzó al emperador Hirohito a continuar con la guerra, aún sabiéndose ya vencidos. Antes de poder recuperarse del golpe moral de semejante ataque, otra ciudad japonesa, Nagasaki, fue visitada por otro B-29 que arrojó una segunda carga nuclear. El número de víctimas superó de nuevo las cien mil.
En tres días dos ciudades enteras habían sido vaporizadas y más de un cuarto de millón de personas habían muerto carbonizadas. El gobierno japonés no tuvo más opción que la rendición incondicional.
Se dice que los ataques evitaron la prolongación de la guerra y con ello salvaron muchas vidas pero lo cierto es que ni Hiroshima ni Nagasaki eran objetivos militares valiosos, fue un ataque directo contra la población civil y el pueblo japonés pagó las consecuencias. Las bombas nucleares demostraron el poder americano e iniciaron la carrera armamentística de la Guerra Fría. A día de hoy, el arsenal atómico del planeta es capaz de aniquilar la tierra más de diez veces.
Aún quedan supervivientes a las explosiones, gente que tiene marcada a fuego en sus retinas, en su memoria y en su piel, los efectos devastadores de esas armas. Cicatrices de una masacre que, en lugar de hacernos ver el daño que somos capaces de causarnos, nos insta a cerrar los ojos e ignorar a esas personas que vieron como en un minuto todas sus vidas, sus pertenencias, sus familias, todo lo que conocían y amaban, desapareció en una nube de fuego, humo y radiación que dejó constancia de que los humanos de aquella época, al igual que los de ahora, tenemos poca humanidad.