Nacer implica un abandono brusco del útero materno para pasar a un mundo extraño donde el bebé se convierte en un ser totalmente autónomo en sus funciones, pero dependiente en todas sus necesidades de alimentación, sueño, higiene, seguridad, afecto, etc. De repente, todo es nuevo para él, tan sólo le resultan familiares las voces de sus padres y los latidos del corazón materno. Necesita comunicar sus necesidades y para ello utiliza la respuesta refleja del llanto. Al principio, va identificando rutinas diarias donde suelen intervenir las mismas personas, tendrán que pasar aproximadamente tres meses para que empiece a reconocer las caras. Necesita orden y constancia en sus rutinas (comida, baño, patrones de sueño, etc.) para ajustar su conducta. Los ciclos alimentación – sueño le ayudan a alcanzar ese ritmo regular. Eso le permite predecir que sus necesidades van a ser cubiertas de forma constante y puede estar tranquilo, por lo que su conducta será adaptada. En caso de desorden, el niño se sentirá tremendamente inseguro y se mostrará irritado, ansioso y enfadado. En los tres o cuatro primeros meses, el cuidado diario y las situaciones cotidianas, son el escenario donde se establece la comunicación y los primeros lazos afectivos que le van sugiriendo al niño confianza, a su vez, base para una buena relación de apego y el desarrollo de la conciencia de que el mundo es un lugar seguro y cómodo o en cambio, inseguro y hostil.
Esas primeras interacciones son cara a cara y el lenguaje se establece a través de contacto visual, sonrisas, vocalizaciones, caricias, etc. En estas primeras interacciones, la conducta del niño y del cuidador se van ajustando recíprocamente y se va estableciendo una pauta sincrónica entre los dos. Según progresa la relación se establecen turnos de comunicación donde uno espera que el otro responda a sus gestos o vocalizaciones, para responder de nuevo. Todo este proceso estará mediatizado por la situación de los cuidadores (estado de ánimo, capacidad de empatía, deseo de tener el hijo, situación económica, etc.) y el temperamento del bebé.
La expresión de las emociones básicas (interés, disgusto y malestar) ya presentes en el neonato, es otra vía de comunicación fundamental. Posteriormente irá ampliando su repertorio de emociones a través de la interacción con su cuidador principal y aprenderá a reconocer e interpretar con éxito las de éste a través de su rostro, sus variaciones fisiológicas (respiración, ritmo cardíaco, etc.) el tono de sus vocalizaciones, la velocidad de sus movimientos y otros parámetros. Al comienzo, el bebé aprende a través de las expresiones de la madre que corresponde imitando. De este modo, se observa que los bebés de madres deprimidas tienen mayor número de expresiones depresivas.
Se considera que alrededor de los seis meses los bebés son capaces de discriminar perfectamente las emociones básicas humanas; miedo, tristeza, alegría, ira, interés, desinterés y sorpresa. A partir de los dos años de vida, aparecen las emociones secundarias de pena, culpa, orgullo y vergüenza. Son más complejas y están ligadas al desarrollo cognitivo e intelectual. Se aprenden a través de la interacción con los demás, cuando el niño ya tiene conciencia del Yo y de los otros y es capaz de autoevaluarse.
El vínculo del apego como guía para explorar el mundo.
El ser humano es social por naturaleza, la interacción con los demás es un refuerzo primario, que hace posible la asimilación de la cultura y contribuye poderosamente al desarrollo intelectual. Los niños gravemente deprimidos de afecto presentan un desarrollo tardío. En investigaciones realizadas en orfanatos se observa cómo los niños crecen con un índice elevado de retraso y hay un alto porcentaje de mortalidad súbita. John Bowlby, psiquiatra francés, trabajó en 1944 con delincuentes juveniles y vio un nexo común entre ellos; la falta de afecto y atención materna. Probablemente habían desarrollado un trastorno de la personalidad por la imposibilidad de practicar la empatía con su cuidador en etapas iniciales. En 1958 elaboró la teoría del apego donde expone que el bebé necesita para su salud mental vincularse emocionalmente a un adulto. Harry Harlow (1958) trabajó en laboratorio con crías de mono Rhesus. Nada más nacer, las separó de sus madres naturales y las crió dentro de unas jaulas que tenían dos madres sustitutas formadas por rollos de tela metálica, una portaba un biberón y la otra no ofrecía alimento pero estaba forrada de felpa. Las crías abandonaban la madre sustituta que portaba el biberón cuando habían terminado de comer para refugiarse en la de felpa. La mayoría de interacciones se producían con esta segunda. Y cuando se sentían asustados corrían hacia ella para arroparse. Este sencillo experimento demostraba claramente que la necesidad de contacto físico, calor y protección entraba en el repertorio de las necesidades vitales básicas y que los bebés necesitan para su desarrollo mucho más que comer y dormir.
La primera etapa del apego abarca desde al nacimiento hasta los dos meses de vida y se caracteriza porque el bebé acepta a todas las personas que le procuren comodidad. Entre los dos y los siete meses empieza a reconocer a su cuidador principal con quien se comporta de forma diferente. Esta persona le sugiere al bebé una complicidad especial. Esta sería la segunda etapa del apego. En la tercera etapa que se extiende desde el séptimo a los tres años, el niño aprende a diferenciar perfectamente a sus cuidadores principales y encuentra satisfactoria la relación, per se, con ellos. Además, responde con gestos a personas extrañas para mantener el contacto con ellas. En este momento, la interrupción de esa relación y de las rutinas diarias por cualquier circunstancia como puede ser la llegada de un cuidador ajeno, la hospitalización de alguno de los dos, etc, puede generar emociones distónicas en el niño (ansiedad, rabia, miedo, angustia, etc.) puesto que en esta etapa el niño presenta ansiedad por la separación y miedo hacia los extraños. A partir de los tres años, atravesando la cuarta etapa, la relación con los cuidadores principales se resuelve con la autonomía del niño respecto de estos, permaneciendo entre ellos un vínculo de amor. Eso permite que se encuentren bien cuando están juntos y también cuando se encuentran separados. M. Ainsworth habla de un continúo en el establecimiento del vínculo del apego, pero distingue cuatro patrones de respuesta:
Apego seguro o autónomo va a promover un desarrollo sano de la personalidad. Existe una autobiografía coherente, la persona es capaz de controlar sus emociones e impulsos, manejando con eficacia situaciones de estrés. Podrá empatizar con facilidad y establecer relaciones interpersonales saludables.
Apego inseguro con rechazo predispone a un desequilibrio en la personalidad si se dan situaciones de estrés (cambio de ciudad, pérdida de seres queridos, etc.) Se caracteriza por la ausencia de recuerdos infantiles. Hay una clara tendencia a idealizar a los padres. Tienden a rehuir los sentimientos profundos y les resulta difícil confiar plenamente en los demás.
Apego inseguro con ambivalencia, de manera inconsciente sienten ira hacia la figura primaria de apego. El relato de su infancia es confuso e incoherente. Son personas dependientes, sin control de los afectos.
Apego desorganizado o desorientado, que se caracteriza por un cúmulo de recuerdos desorganizados y confusos, con largos espacios de tiempo. Tienen situaciones de la infancia no resueltas. En el presente tiene dificultad para gestionar situaciones actuales que recuerdan a experiencias no resueltas.