Un sábado de hace ya varios años acudimos a Madrid, a la feria del libro. Firmaba ejemplares Javier Sanz. Uno estará pocas veces tan cerca de la buena escritura. Este relator en la ciudad parece una suerte de Martínez Soria sin boina, intentando mirar a todo el mundo y es imposible; ando despacio, cacharreo con el teléfono y mi hija Mari Carmen me regaña:
—¡Papá, anda deprisa!
Mi hija anda deprisa. A pesar de ello tiene buen criterio, una bondad que desarma, una sonrisa luminosa y escribe como los ángeles. O mejor, donde va a parar.
La feria del libro está retestinada. Pica el sol como augurio de tormenta. Las casetas anuncian firmas de las grandes estrellas. También por los altavoces:
—Hoy, en la caseta 25, el ilustre señor Corcuera, autor de “Garrote vil”, firmará ejemplares.
Como digo, todos los puestos anuncian para el sábado la firma de libros por gente famosa. Colas más largas que un día sin pan para recibir la rúbrica de autores celebérrimos que no tienen que saber escribir. Es la paradoja de estos tiempos. Además de escritores hay toreros, futbolistas, músicos, anoréxicos tatuados, señoras despechadas, presentadores de la tele, presentadoras de la tele, verduleras y verduleros de la tele, autores de betsellers con pinta de modernos jugadores de póquer. Prospectos. Miles de prospectos. Un club de fans de Matilde Asensi con camisetas naranjas. Me sobrecoge pensar que no he leído nada de esa señora. Me siento culpable, ni tan siquiera he hojeado una de sus novelas; debe ser buenísima cuando una veintena de zagalas son capaces de vestirse de naranja por ella.
—¿No es Pemán? Pues hija, qué más da que nos firme este señor.
—Me debo a mis amigos, a mis lectores.
El gran Ibáñez firma ejemplares. Tiene una carpa para él solo. Se lo merece. Javier Sanz firma en la caseta de Anaya. Se lo merece. Las buenas personas merecen que les pasen cosas buenas.
—Oiga señor, ¿tiene algo sobre Bergman o Antonioni?
Nos recibe con una sonrisa y un abrazo, Javier Sanz, digo. Terminamos de ver la feria y esperamos que llegue el resto del grupo. Poco a poco van llegando. Algunos conocidos, otros no. Algunos presentidos, otros no. Los augurios se cumplen y nos caen cinco o seis zumbadas de agua. Cuando el autor acaba su tarea signatoria nos vamos de pito y gota. Salimos del Retiro.
Encontramos sitio en una moderna tasca en la que no hay de nada y nos acomodamos como podemos. Hablamos, reímos, opinamos y sobre todo, fotografiamos.
Al rato llega un señor arrastrando una maleta con ruedas y con cuatro o cinco libros en la mano. Es poeta, dice, y tiene pinta de torero retirado. Viste traje, melena blanca y mucha paciencia. Nos recita un poema y nos habla de las editoriales, del Café Gijón y de la independencia. Nos da tema de conversación.
—Papá, como molan tus amigos.
Y es que como ya he dicho, mi hija Mari Carmen tiene muy buen criterio.