Un excelente amigo nos recomienda, como siempre con buen criterio, ir al Palacio Real, a la inauguración del cuadro de Antonio López García (como se dice en Tomelloso) de la familia de Juan Carlos I.
El hombre ha estado liado con la obra los mismos años que tiene mi hija mayor. Toda una vida. Qué vamos a hacer, ya sabemos cómo es. Cuentan —y seguramente sea verdad— que la vez que le dieron la Medalla de Oro de Tomelloso, se salió de la comitiva para comprarse un polo de la Elodia. La Elodia es la inveterada heladería de la plaza, tiene, o tenía, un ventilador en el techo, pintado de un verde metálico, aeronáutico, como si dijésemos. El ingenio gira, o giraba, pausada y lánguidamente, sin prisa, como no queriendo molestar. Como el artista.
El centro de Madrid parece una postal. Las gentes ocupan las calles; hay luces, por todos lados y los villancicos suenan a través de miríadas de altavoces. La Navidad ya está aquí. En la Puerta del Sol las sedentes loteras se nos antojas damas íberas. Berrean su género, promesa de millones y una vida mejor:
—¡De doña Manolita, oiga!
Cerca del Teatro Real suena un violín, reconocemos el Concierto para Violín y Orquesta de Tchaikovski, melancólico, rasgado, aflamencado. Nos detenemos 5 minutos frente a la Taberna del Alabardero y escuchamos. Una vez, en una tienda cercana, y debido a una veleidad musical, un servidor se agenció una armónica. Una Blues Harp, de la casa Honher. Con aplicación, empeño, dedicación y siguiendo las instrucciones de un programa de radio, logramos que saliesen por los dorados agujeros las notas de “Piano-Man”.
En la Plaza de Oriente los Reyes Godos aguantan el tipo a pesar de las infinitas leyes de educación: Ataulfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, etcétera.
El palacio es una mole de granito, gris y berroqueña. Los periodistas van llegando. Hablan entre ellos, muchos de diafragmas y obturadores; otros recuerdan las veces que se han visto; los más parlan del tiempo. El incipiente invierno da para una espera en el patio de armas.
Nos dan una voz y corremos, arrebañados, siguiendo a un tipo con un sonotone. Nos mete en una sala. Frente a nosotros un caballo inmenso y desproporcionado lleva a la grupa a un jinete con cara de tísico. Los fotógrafos ensayan disparos y se dicen cifras, como consignas. Los que están en el arcano mueven ruedas en las máquinas y vuelven a disparar. Unos tipos llevan banquetas plegables, otros se arrodillan. Intentamos establecer una entente cordial con un retratista que tiene la oreja comida de pendientes. A la hora de la verdad nos deja vendidos y sin tiro de cámara.
Llegan los reyes, los eméritos, saludan, posan y salen. El pastor nos acarea a otra sala. Anuncia que a la habitación donde está el cuadro de nuestro paisano solo van a poder pasar quien él diga: no cabemos todos. Los más viejos se cagan en lo más barrido. Los del sonotone no reculan; los de las cámaras tampoco.
Al final nos metemos todos, nosotros en primera fila, de rodillas en el suelo. Aparece Antonio López, sonríe, se deja fotografiar y recibe a los reyes y su séquito. Posan mientras hablan entre ellos y señalan al cuadro. Codazos, gritos, empujones, blasfemias; aguantamos el tipo, rodilla en tierra e inasequibles al desaliento y las voces. Nos levantamos, a nuestro lado está el pintor. Nos mira.
—Don Antonio, he venido de Tomelloso a cubrir el acto.
—¿De verdad, hijo mío?
—Sí.
—No sabes cuánto me alegro. Muchas gracias.
Y nos echan de allí.