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viernes, 22 noviembre
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Certezas, para entrar en calor, por F. Navarro

hombrelobo

Uno tiene en la recolección de la aceituna su “memento mori”, los cuatro o cinco días que nos toca darles zurriagazos a los olivos nos asientan los pies en la tierra. De ahí, del terreno, nunca se deben de apartar, ya lo decía Miró, el pintor, hay que sentir la tierra bajo los pies. El invierno es, algunas veces, desconsuelo y, a ratos, desaliento.

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A los hombres lobos —por si no lo sabes zangolotino lector— hay que matarlos con una bala de plata, en un cine de verano en el que en el ambigú vendan pipas con sal. Eso lo sabíamos antes, del hilo al pabilo, ahora estamos más a otras cosas, menos importantes. Así nos va.

También sabíamos que la ropa de nuestro hermano mayor nos iba a tocar a nosotros. Si nos gustaba aquel jersey verde esmeralda (o botella, o primavera) tratábamos de cuidarlo con el pensamiento. Hacíamos fuerza con nuestro magín para que se le quedase pequeño, presto, o  que no se le gastasen los codos, que no hiciese falta que madre les encasquetase esas coderas de escay que pegaba con el calor de la plancha.

Y, por supuesto, que esos zapatos negros de charol tan brillantes e incómodos eran para los domingos.

—Yo creo que me voy a merendar con vosotros.

—Bueno.

Todos éramos conscientes, faltaría más, que a Jesusito, a pesar de ser un repelente, mamón y chivato, no podíamos tocarle un pelo pues su tío pequeño era policía en la Guardia Municipal de Tomelloso, a las órdenes de jefe Manuel González, Plinio de mal nombre.

El frío del invierno se le mete a uno en los huesos, cada vez más. Oyendo la radio mientras se escribe, mucho más. El desaliento se instala y uno, por salir del círculo, echa la vista atrás. A los pantalones usados y a los suéteres con coderas.

En Tomelloso había un par de tiendas de géneros de segunda mano, rastros. Vendían, entre millones de cosas,  ropa de caqui. Antes, en esos tiempos a los que uno se retrotrae por salir del círculo, las gentes del campo se vestían con ropa militar.

Bogas Bus

Una vez, el padre de un compañero prontamente fallecido, camionero, sin carnet —anduvo toda la vida guiando sin permiso, una vez  en Francia lo pillaron los gendarmes con el tráiler y menos papeles que una liebre, lo enchiqueraron y salió hasta en el telediario de la primera cadena—, transportaba fardos de ropa militar. Nuestro llorado amigo, tirando, tirando, conseguía sacar camisas de los fardos, que luego nos vendía.

Íbamos todos de verde. Algunos hasta con gafas de sol, de las de aviador, con montura dorada y cristales verdes a juego. Otros llevábamos las antiparras de pasta, pagadas a plazos. La marcialidad del jubón militar nos hacía ser los amos del recreo. Bueno, si no estaba aquel repetidor al que le llegaba la barba a los ojos. También sabíamos que había que reírle las gracias.

Hablando de rastros, había una mujer que vendía en su casa vajillas, cuberterías y menaje. Ollas, sartenes, cucharones, sillas de anea. Todo fiado. Al menaje aquí le dicen vedríao. Viene de vidriado, por la técnica de lacado de los peroles rojizos. Las palabras con el uso se van acoplando, se les quita lo que les sobra y se les da el sentido que realmente tienen, ¿qué saben esos académicos de fregar sartenes?

¿Acaso saben que hay que fregarlas con arena para que no se oxiden? Con asperón. Y ponerlas al amor de la lumbre.

Antes había  media docena de certezas que nos mantenían con vida y, sobre todo, alejados del desaliento.

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