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sábado, 23 noviembre
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La nueva vida de Herminia Deogracias, por F. Navarro

carrizosa

Herminia Deogracias Expósito, a pesar de los apellidos incluseros pertenece a una eterna y modélica familia de Carrizosa, provincia de Ciudad Real. Doña Herminia es viuda, setentona y todavía está de buen ver. Enviudó hace cuarenta años de un capataz de camineros de Valdepeñas que mandaba una brigada de peones que anduvo bacheando la carretera de Villanueva de los Infantes. Un tipo alto, con voz bronca y varonil que fumaba Tres Carabelas y bebía chatos de tinto con gaseosa. Daba las órdenes con escaso aparato y voz queda y llevaba boina con una escarapela muy decimonónica y afrancesada. La montera fue lo que le hizo beber los vientos por el caminero.

A la viuda le siguen diciendo después de los años “la caminera”. No sentó bien entre el vecindario que se casase con un valdepeñero y que encima fuese funcionario. Todo el
capital de los Deogracias perdería la posibilidad de unirse con el de cualquier otra familia importante. A los pocos años de casados el valdepeñero estaba en mitad de la carretera (la que va de La Solana a San Carlos del Valle), desviando el tráfico por un mantenimiento del firme y se lo llevo por delante el Chrysler 180 de un torero en su primer año de coletudo.

Compra, de siempre, en la tienda de Ventura, no es que a ella le haga falta, pero desde que pusieron el ordenador no le apuntan a nadie.

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—Ventura ponme un kilo de fresquillas que estén duras.

—Herminia ¿cómo ves tú esto?

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—No hay quien lo arregle.

A Carrizosa le dicen el pueblo de los muertos de pie, el camposanto está en una ladera y a los finados los archivan en vertical. A lo mejor es más fácil. Doña Herminia convoca a su difunto caminero el último viernes de cada mes, en la mesa camilla de una vecina que estudio para médium con la espiritista más famosa de Infantes. Al caminero le cuenta lo que hacen los peones en el campo, los kilos de uvas de ogaño, las obras de la casa, cómo va la liga de fútbol y le pregunta que si le duele todavía el golpe. El muerto le contesta a todo que sí.

—¿Vino anoche su marido, Herminia?

—¡Ay, no, hija mía! Cuando más falta me hacía. Toda la noche convocándolo y ¡que si quieres arroz Catalina!

A Hermina la ha pretendido durante muchos meses por carta (y gracias al conductor del autocar a Ruidera) un viudo tomellosero también de muy buen ver. Es alto y conserva su pelo y sus dientes, tiene un coche de esos sin carnet y lleva perfecta la raya de los pantalones. Han quedado varias veces y hoy viene a llevársela a Tomelloso. No se van a casar por no perder las pensiones. Quería habérselo consultado al ectoplasma del caminero, pero bueno, como a todo dice que sí.

Tiene entendido (todo lo que ocurre sobre la tierra tarde o temprano se sabe) que el tipo es algo azucarero y que ella es la tercera novia desde que enviudó; pero no le importa. Se va tan contenta con él en el coche sin carnet y con un CD de Lola Flores (Si en el firmamento, poder yo tuviera…). Tras descargar los trastos y reponerse del viaje con una limonada fresquita, van a estrenar el tálamo. El tomellosero (menudo es él) se toma dos pastillas azules y dobla las uñas en medio de la faena.

Los deudos colocan a Herminia en el duelo y hace de viuda durante todo el funeral. Las gentes le dan el pésame, le preguntan, la consuelan. Ella piensa en cómo combinará la agenda de su amiga la médium. Al caminero lo puede convocar el último viernes y al tomellosero el segundo, para que no coincidan, que los espíritus suelen ser bastante repelosos.

Tras guardar al novio muerto en la sepultura y ya fuera del cementerio, el hijo mayor (digno vástago de su padre), vestido con terno oscuro, se mira a sí mismo de arriba abajo y exclama:

—Aprovechando que llevo el traje puesto, ahora mismo me voy de putas.

A los tres días de su partida, Herminia Deogracias Expósito llegaba en taxi a Carrizosa, dando por acabada su nueva vida.

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