Pese a lo que se diga, la naranja es una fruta de invierno. El verano es una época catártica de fuego y purificación pero sin toronjas. La única alegría en la casa del pobre durante el frío septentrión es la voluptuosidad de la fruta; ese olor a frondosidad, sol y levante augura —para el que llegue—lo que espera en el estío.
—Así te veas como tú me quieres ver.
—¿Te quieres callar?
—¡No me da la gana!
El verano, como digo, es época de catarsis. La gente por San Juan le mete fuego a las
telarañas del invierno, al olor a cerrado, al miedo a la muerte y a la ruina. Bueno, el miedo a la ruina no se lo quita de encima ni el más pintado; no nos llega la camisa al cuerpo. Pero se disimula y se cuchichea al fresco, de otros, de los que están peor, que es como en Castilla se ha conjurado siempre la desgracia propia: buscando a otro con mayor infortunio.
Las cigüeñas anidan en las chimeneas y ya no se van en invierno, ¿para qué? Las chimeneas de los alambiques son de ladrillos cocidos, mudéjares, aparejados en formas geométricas: grecas, sardineles y paralelepípedos. Las chimeneas de los aparatos se construyen desde dentro y se van estrechando conforme se elevan, arriba les ponen un pararrayos; de niño me parecía el rabo de una sartén, imaginaba que las tapaban con una inmensa perola, para que no entrase el agua. Recuerdan un pasado esplendoroso y tal vez real, de industrias y galicismos, mas resultan patéticas y descolocadas apartadas del ingenio al que servían, una suerte de inmensos exvotos ofrecidos temerosamente al dios de la especulación y al de las viviendas adosadas.
—El roce hace el cariño.
—Y la saña, ya nos conocemos todos y sabemos del pie que cojea cada uno.
En verano se hace borrón y cuenta nueva. Por San Pedro, el 29 de Junio, se renovaba el contrato de los pastores —si llegaba el caso— y el de los criados fijos de infantería. El acuerdo con los gañanes y demás fuerzas de caballería, vencía en San Miguel. En San Pedro también se ajustaban los temporeros para tres meses, justo hasta Santa Eufemia, en la casa. De vez en cuando hace falta ponerlo todo patas arriba, amontonarlo, arrimarle una prendija y que sea lo que dios quiera, la lumbre purifica, sanea, deja claridad y el corte limpio.
En el estío se comen otras frutas: brevas, paraguayos, cerezas, ciruelas, peras, nísperos, melones, sandías, etcétera. Cada cosa en su tiempo y uvas en habiendo. Pero el sol, en verano, es como una naranja que rueda por los caminos ignorados del mundo, remotos y polvorientos; más allá del monte, entre lajas de piedra y muertes escondidas, calcinando nuestras cabezas, calentándonos la sangre. Por los caminos que cada noche recorren los sonámbulos, encorvados y repitiendo a media voz salmodias de remordimiento por trías que llevan al mundo, que nos sacan de este.
El sudor es amargo, pero menos que las lágrimas.
—Señor guardia, mire lo que me dicen.
—Aguante la compostura, hombre de dios, no sea tan mierda.
La esfera naranja alumbra la escena como si no fuese con ella, sin darle mayor importancia ni dotarla de ninguna señal destacada.
Definitivamente, la naranja no es fruta de verano.