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domingo, 22 diciembre
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Adivinando el oraje, por Francisco Navarro

Recurrentemente en estas cuartillas electrónicas decimos que la climatología es una reiterada excusa reiterada para cuando no se tiene nada que decir, o por el contrario, se tiene mucho que callar.

En las calendas festivas, sobre todo en las jornadas previas a la Semana Santa, el tiempo tiene mucha importancia. Las vacaciones, esparcimientos y procesiones dependen mucho de las isobaras. A uno no deja de sorprenderle la existencia de gentes que no consideran al clima como un imponderable, al contrario, necesitan culpar a alguien cuando el mal tiempo les agua, nunca mejor dicho, los planes.

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En esta tierra del Señor al tiempo atmosférico se le dice también oraje. Los petulantes locales se cachondean del empleo de ese sustantivo —y de tantos otros—, pues lo consideran algún localismo mal pronunciado e inexistente. Equivocadamente, pues la palabra aparece en el diccionario. Pero claro, los petulantes no consultan volúmenes, se fían de su olfato.

La gente del campo ha entendido casi siempre del clima, siglos de observación empírica les ha llevado a poder predecir, observando unas cuantas señales, el tiempo del día siguiente, de la semana próxima, o de todo el año.  Existen técnicas, cómo la de las cabañuelas, que nos dicen el oraje para todo un año. Un observador, durante los doce primeros días del mes de agosto, constata el tiempo de cada una de las jornadas de la docena, asignándole al mes correspondiente la temperie observada. El primer día de observación, esto es, el uno de agosto, correspondería a septiembre de ese mismo año, el dos a octubre, etcétera, siendo el doceavo día el que marcará el tiempo del mes de agosto del año siguiente.

De ese empirismo comentado, han surgido un sinfín de adagios y refranes, muchos conocidos, incluso apócrifos cómo el del grajo y la altura de su vuelo. Mi señora madre aseguraba que “cuando la luna se empoza en jueves, antes del domingo llueve”. Para una caporala, que fue, de vendimia  precisaba que la “revolá para llover”, debe ser “al salir que no al poner”. De mucho predicamento era el de cielo aborregado, a los dos días mojado. Algunos adagios eran terribles, “truenos en enero, las trillas al gallinero”. Otros maternales, “antes le falta la madre al hijo, que el hielo al granizo”.

Los labradores también usaban oráculos, algunos de reconocido prestigio, tal era el Calendario Zaragozano (el firmamento para toda España). «Juicio Universal meteorológico, calendario con los pronógsticos del tiempo, santoral completo y ferias y mercados de españa.» Otro, ineludible, era la festividad de La Candelaria, el 2 de febrero: si la Candelaria implora, ya está el invierno fora, y si no implora, ni dentro, ni fora. Para que implore la Candelaria, tiene que llover, nevar, hacer sol, frío y aire.

Un servidor, durante tantos años junto a los agricultores, llegó a dominar el arte de la predicción meteorológica. Además, de nuestro oficio  éramos considerados comúnmente cómo epítome del augurio atmosférico. Hecho acrecentado tras la siguiente anécdota.

Un asiduo cliente, agricultor y en alguna ocasión vecino, preguntó:

—A ver, tú que entiendes de tiempo, ¿va a llover hoy?

—Para la hora del almuerzo te tienes que volver al pueblo de la que va a caer. —le dije engolando la voz.

—¡Venga cachondo! —me dijo, pues no había ni una nube en el firmamento.

—Apuéstate algo. —cargando la suerte.

Se fue a su labor sin estar convencido del aserto, hecho al buen tuntún.  Mas ocurrió el prodigio y a las nueve y media de la mañana se empezó a oscurecer el cielo, comenzando al poco, a llover a manta rota. Minutos después pasó mi prediccionado amigo rumbo a su casa.

Este caso fue de boca en boca, dándole a este narrador fama de arúspice  infalible en la predicción del oraje. Esto nos permitió vivir durante décadas de las artes adivinatorias, desplazando a los métodos referidos. Asistía a congresos, seminarios, reuniones, ferias, etcétera. La gratitud de los convecinos nos hizo nadar en la abundancia. Lo tenía todo. Pero la volatilidad de la fama hizo que llegase otro, más joven y con más acierto que nos derribó de la cumbre. Y ya se sabe, las pendientes cuesta abajo son inescrutables.

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