Me pongo, con tu permiso piadoso lector, a referir una historia manchega de las de antiguamente.
Los hechos de este relato acontecieron en 1961. Todavía años grises en los que las gentes del campo aún calzaban abarcas y usaban pantalones azules con piezas tapando los agujeros de las miserias. En la poda de aquel año coincidieron en la misma quintería dos jornaleros, antiguos amigos que llevaban más de una década sin columbrarse.
Ángel el más alto, fue rubio de niño y ahora castaño, su nariz parecía una chuleta puesta de canto. Jerónimo, moreno y retraído, tez cetrina y mirada torva.
Se juntaron en Palomares, paraje hondo, oscuro y misterioso; lejísimos. En el término de La Solana. La casa estaba metida en un barranco, rodeado por cuatro lomas por las que parecía que corriesen las vides pendiente abajo como torrentes de cepas. Allí mataron a Quibaque, no se sabe si los Chuchas o quién. De aquello se contaron miles de historias, alguna tal vez cierta. La gente que iba por aquel lado nunca volvió a estar tranquila, llevaban una mano en el timón del arado y la otra en los perrillos de la escopeta.
A los de aquellos pueblos siempre se les ha acusado de robar en las casas de labor en los años de la miseria y el hambre. Generalmente butroneaban el hastial desenfilado, sacando por el agujero las provisiones de los alojados o cualquier cosa susceptible de ser vendida.
Los Chuchas eran una partida de maquis que andaba por allí. Se refugiaban en la sierra de Alhambra y actuaban en la propia Alhambra, La Solana y Membrilla. Se pusieron ese nombre en honor del jefe, Pedro «el Chuchas». Los pillaron en el pueblo, a esa gente, a Los Chuchas. El ocho de octubre de 1947, por la noche. Estaban refugiados en una frutería de la calle Oriente, el dueño era miembro del Partido Comunista. Por lo visto alguien los delató. La guardia civil asaltó la casa matando a dos. Detuvieron a otro y un cuarto, herido, huyó al Castillo de Peñarroya. Cuentan que el guerrillero, que iba herido de un brazo, pidió a un vecino de la calle Santa Rita que le montase la pistola y después siguió su camino.
A la que íbamos, después de una eternidad sin verse y encontrarse en aquel rincón del mundo, mientras podaban se iban poniendo al día de las circunstancias vitales. Durante el almuerzo Ángel le dice a su compañero.
—Pues me casé hace cinco años. Una buena muchacha, mujer de su casa. Tenemos tres hijos.
—Yo sigo soltero. —confiesa Jerónimo.
—¿No me digas? Ya más que soltero eres mozo viejo. —sentenció el narizotas— ¿Cómo ha sido eso, hombre?
—Pues ya sabes, mi timidez, que siempre he estado trabajando… —dudó un instante— Y que tampoco sé cómo se hace.
—¿Cómo se hace qué? —Ángel.
—Lo de decirle a una chica que se case con uno. —Jerónimo.
—Eso es muy fácil, —informó Ángel— eliges una moza que te guste y que sea soltera, te enteras donde vive, cuando estés en el pueblo te acercas por su casa, a ser posible un día de fiesta o por la noche, no vayan a creerse que eres un gandul. Cuando la veas salir te acercas a ella y entablas conversación. Esto es lo que se llama rondar. —en tono de conferencia.
—¿Y qué le digo? —dice el aceitunado, azorado— Si es que no voy a saber.
—No te preocupes, esta noche después de cenar representamos una ronda. —dice Ángel— Tú haces de ti y yo de tu futura novia, me atacas y yo ya te voy corrigiendo.
—Estupendo.
Entre las conversaciones pendientes y lo poco que duran los días en invierno la jornada se les pasó rápido. Durante la cena Ángel fue dando las instrucciones.
—Una vez que cenemos te sales y me esperas en el hastial de poniente, te vas fumando un cigarro y cuando yo aparezca me saludas y me dices cualquier cosa para romper el hielo. Yo te iré enmendando.
Jerónimo nervioso y con el caldo recién prendido se salió de la casa a esperar a su compinche. Acabó el cigarro; lió y fumó otros tres, su compañero no salía. Pensó que la espera formaba parte del ensayo, pero tras tres cuartos de hora al sereno, con el frío que hacía y medio paquete de caldo quemado, pasó a la casa no fuera a pasar algo. Se encontró a Ángel acostado y tapado hasta los ojos con el embozo.
—¡¡¿Qué coño haces?!! —exclamo el moreno bastante irritado.
—Nada —explico el secuaz con voz de falsete— que mi madre no me ha dejado salir esta noche.