La escena transcurre en la sala de espera de un quirófano, a primer ahora de la mañana. La pieza es estrecha vieja y sucia. Está pintada de amarillo, no es rectangular —y a nadie le importa— ya que el excusado está levantado en un vértice del paralepípedo, separado por una fina pared. La habitación huele a enfermedad y a amoniaco. Hay una ventana, está tapada con una lámina adhesiva blanca, como si quisieran que el sol no la atravesase.
Enfrente hay una puerta verde —esperanza— siempre cerrada. La abren para dar noticia de las operaciones: llaman a los familiares mirando al infinito con cara inexpresiva. En todo el perímetro hay sillas de plástico clavadas a la pared, amarillas, incómodas y ruidosas. El delgado tabique no amortigua ningún ruido del retrete. Hace un calor insano, de hospital, que amodorra a pesar de los nervios.
Pasa un grupo que ocupa todos los asientos vacíos, parecen familia, casi todos ancianos. Va con ellos una pareja de cuarentones. El marido tiene una calvicie avanzada, recuerda a Alan Arkin en Glen Ross, pero con el pelo negro y treinta años antes. Habla poco, tiene los zapatos rotos aunque no el orgullo. La mujer lleva el pelo descuidado y calzado plano. Habla mucho. Cualquier nimiedad la reviste de una profundidad innecesaria. Usa la misma retórica, entonación y expresión facial que las protagonistas de los anuncios televisivos de productos de higiene íntima. O de detergente. Junto a ellos se sienta un inmenso anciano con el pelo blanco, un ojo escorado y perfil de patricio. Recibe insistentes llamadas en el teléfono móvil que protege en una especie de talega verde. Perpendicularmente se sienta una anciana, que parece que la hayan tirado sobre las sillas.
Enfrente, un viejo con gafas y bozo largo y recto, me ha recordado a mi abuelo; al lado una señora cargada de oro con el pelo rojo. Se conoce que es la rica de la familia, luce un intenso moreno playero, en ambas rodillas tiene cicatrices de operaciones, los pies los lleva embutidos en unos estrechos zapatos rojos, como los de Dorothy. A la derecha se sienta otro anciano corpulento, seguro que es hermano del bizco. Se peina con una raya perfecta, esculpida, aunque algo baja para mi criterio. Hay otros tres más, pero el saliente de la pared y la pereza me impiden verlos.
Hablan entre ellos, por grupos. Mantienen al menos cuatro conversaciones. De vez en cuando las entrelazan. El tono va subiendo cada vez más, paulatinamente, necesitan alzar la voz para poder oírse por encima de la de los demás y así sucesivamente. Sólo bajan el tono, de golpe, para pronunciar alguna confidencia o criticar a alguien, lo hacen mirando el suelo. Recuerdo que en «María y yo» Gallardo explica que el autismo viene a ser como escuchar siete televisiones a la vez sintonizadas en emisoras distintas.
El viejo del perfil patricio le pregunta a la anciana mal sentada por su hijo.
—Es un bragazas.
—¿Y eso?
—Porque está ahora mismo en Albacete, en el hospital. Ahora mismo.
—¿Y qué hace en el hospital de Albacete?
—Desoperándose de los testículos —no dice exactamente testículos— porque quiere tener hijos con una mujer nueva que se ha echado.
—Así es la vida.
—De todas formas es un calzonazos.
La cuarentona hace un discurso sobre la importancia de tener hijos, la preparación para cuidarlos, etcétera, levantando las manos y moviendo la cabeza, con palabras ampulosas. El marido asiente mirando al suelo.