Días pasados, en una de mis visitas de control médico, coincidimos un paciente crónico —como yo —más o menos de mi edad, y tras saludarnos tomé asiento a su lado y nos pusimos a hablar con el fin de matar el tiempo de espera.
—¡Vaya día que nos está haciendo! —le dije para romper el hielo—. No es que llueva mucho, pero con la temperatura tan baja y la humedad que hay, este «calabobos» penetra hasta los huesos.
—Así es — me responde—. Pero cuando salimos de casa aun no llovía y nos abrigamos, eso sí, pero distraídos no cogimos el paraguas.
Ambos le pusimos una sonrisa a nuestro ocasional y complaciente encuentro y comenzamos a hablar de lo que ya habla casi todo el mundo: sobre los devastadores efectos de la crisis, el incomprensible y nefasto proceder de los políticos, en particular los gobernantes, para intentar paliar el generalizado descontento que se nota en la calle al ver que aquella España desarrollada y próspera se hunde sin remedio al tiempo que va arrastrando al averno a millones de familias inocentes.
—Se ha fijado usted —me comenta— cómo están de carteles de protesta las paredes de la entrada y el vestíbulo del Hospital?
—Sí, lo he visto y hasta he leído algunos muy duros por cierto.
— Pues todo eso son «recados» dirigidos a la dirección del Hospital, a los gobiernos de turno, a la patronal, a la banca, a los tribunales de la «injusticia», en definitiva a todo aquél que tiene el poder y mangonea a su antojo lo que cree que es solo suyo. Mensajes que elevan la voz del pueblo, llamando a toda esa gente de todo menos bonitos.
—Lo que indica —en mi opinión— que hay tanta gente afectada que ya no se resigna a esperar «milagros» y se suma a cualquier movimiento o plataforma de descontentos con la esperanza de que siendo muchos los que protesten, el gobierno y los responsables de lo que está ocurriendo dejen de ignorarles.
—De lo que no estoy tan seguro —insiste él— es de que todo este movimiento ciudadano sirva para algo más que para hacer ruido. Pues cuando hartos de ver a las policias arrastrando y apaleando a gente indefensa, como en los peores tiempos, vemos que no se llenan las calles de ciudadanos voluntariosos y solidarios que hagan oír sus gritos hasta en el cielo.
Ambos estábamos de acuerdo en que las medidas que están adoptando los altos cargos del gobierno en servicios tan básicos como la sanidad, la educación, el empleo, los asuntos sociales en general, son tan desacertadas que provocan el efeto contrario del que sería deseable. Y así, claro, la gente se siente traicionada y se cabrea, lógico.
—¿Tiene usted hijos? —le pegunté por cambiar de tema —
—Sí tenemos hijos, pero ya son grandes y cada cual está en su casa y con su familia. Y como nosotros a Dios gracias nos valemos (todavía) por sí solos y ellos están tan ocupados en sus quehaceres, casi siempre estamos solos.
—Hombre, también será porque tienen la tranquilidad absoluta de que a ustedes no les falta para comer.
—Bueno, bueno, . . . usted sabe como yo que «No solo de pan vive el hombre». Así que tener para comer ya es mucho, pero no todo. Y menos aún cuando se llega a viejos.
Pero vaya, dejémoslo así y sigamos creídos en que habiendo intentado cumplir nuestro deber de padres —otra cosa es que lo hayamos conseguido— y obrado siempre de buena fe, al final obtendremos el descanso y la paz que cada cual merezcamos.
Como la consulta de control es por la misma causa, la fecha y hora de la próxima visita también coincidía. Así que aunque no dejaba de lloviznar, por si mas tarde arreciaba, nos despedimos con un apretón de manos quedando emplazados para seguir hablando dentro de cinco semanas.
Los dos esperamos poder comentar lo que se entienda como buenas noticias.
Ya veremos