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viernes, 22 noviembre
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Premio Local de Narraciones “Félix Grande” 2014

JURADO

PRESIDENTA

Dña. Mª DOLORES CORONADO GONZÁLEZ

Concejala de Cultura del Ayuntamiento de Tomelloso

VOCALES

Dña. SONIA GARCÍA SOUBRIET

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Escritora

D. CARLOS AGUILAR GUTIÉRREZ

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Escritor

D. DAVID PANADERO GÓMEZ

Escritor

D. JESÚS EGIDO SALAZAR

de Rey Lear Editores

SECRETARIA

Dña. Mª DOLORES GONZÁLEZ RAMÍREZ

Responsable de Unidad-Área de Cultura del Ayto. de Tomelloso

Examinados los trabajos presentados, el Jurado por MAYORÍA, acuerda conceder el

PREMIO LOCAL DE NARRACIONES «Félix Grande» 2014,

dotado con 1.000 Euros y Diploma a:

D.  GERARDO VÁZQUEZ CEPEDA

de Tomelloso

por su obra titulada :

«EL MUELLE»

 

El muelle

El muelle está especialmente tranquilo. Son las tres de la tarde y el sol en su cénit escupe llamaradas tan furioso, que achicharra hasta las piedras. En el muelle el agua ondea levemente, transmite el lento temblor que hace girar la tierra, la tenue atracción que ejerce la luna. Me agrada observar las tonalidades diversas que adquiere, el abanico de azules y verdes. Sus múltiples paradojas. La opacidad del mar y la transparencia del agua. Su aparente solidez, a pesar de que no se puede asir. Aunque estoy en la sombra, el calor me hace sudar y empapa la camisa. Me siento incómodo con la ropa húmeda, el pelo también húmedo en la frente y la nuca. Me desabotono. Emerge un cuerpo hinchado, feo y pálido. Por el horizonte diviso el barco de Antoine. Me incorporo y continuo mirando el mar. El alma es inasible, como el mar. Y el alma también necesita un continente, como el agua. Cuando un hombre muere, se seca. La muerte no es más que eso: convertirse en polvo. El alma entonces se evapora y retorna al cielo, engorda las nubes, se hace hielo, regresa al mar. El alma es agua.

Antoine agita los brazos, me ha visto. Le respondo y voy a su encuentro, mientras maniobra para dejar la pequeña embarcación en un hueco del muelle. Está radiante, moreno y casi desnudo, con un sombrero que aplaca su ensortijado cabello. Charlamos un rato, mira el reloj cada minuto, de manera tan rutinaria como el que respira. Llegan dos amigas de Antoine. De eso no me había avisado. Me abotono la camisa y me enjuago el sudor. Una de ellas es alta y seria. Su esbeltez la acentúan unos escandalosos zapatos de plataforma. La otra es delgada, rubia y pálida, viene descalza. Antoine me agarra fuerte del brazo y me empuja contra ellas. Intercambiamos saludos.

Pronto Antoine se ha hecho con el barco, inspecciona los aparejos, comprueba el motor y arranca. Lentamente salimos del puerto, lo perdemos bordeando un cabo. Estamos solos, el mar, el cielo y nosotros.

Antoine agarra a una de las chicas del brazo, la más alta. Se llama Silvia. La invita a descalzarse y la lleva a un pequeño camarote. Me quedo en silencio, con la otra chica. Le pregunto por segunda vez su nombre: Maxime. En ese mismo instante me despojo de la camisa y del pantalón, del calzado, de todo. Lo hago con naturalidad. Me quedo completamente desnudo y abro los brazos todo lo que puedo. El salitre se incrusta en mi piel, el sol se ceba con mi piel pálida, expugnable. Desnudo en la cubierta cierro los ojos y duermo.

Me despierto durante el crepúsculo. Es la despedida del sol. El horizonte en llamas me embelesa durante un rato. Miro a mi alrededor. Es extraño que Antoine haya decidido pasar la noche en medio del mar. Tampoco hay rastro de Maxime. La posibilidad de que estuviera conmigo, después de mi demostración de impudicia me hace sonreír. Golpeo con los nudillos la puerta del camarote. No hay respuesta. Empujo la puerta, primero con tibieza, luego cada vez con más fuerza. Está atrancada.

Son ya dos días los que llevo así. No sé donde estoy, ni porqué. Tengo la piel abrasada, noto los labios agrietarse, secos. En cubierta queda algo de bebida que intento racionar. He intentado encender el motor, la llave ha desaparecido y no me atrevo a hurgar entre el amasijo de cables. Tengo la esperanza de que tarde o temprano pase algún barco, es el Mediterráneo al fin y al cabo. Es un mar transitado desde hace 4.000 años. El último intento de desplegar las velas acabó conmigo en el agua, exhausto alcancé de nuevo el bote, pero la vela había quedado inservible después de mis torpes manipulaciones. No se las veces que maldije, tanto y tan fuerte que el cielo comenzó a cerrarse y a llover y el barco se zarandeaba, ¡Cuánto lamentaba mi soberbia!.

Me acurruqué en un rincón e intenté dormir. En mi inconsciencia se me presentó Antoine, Silvia y Máxime. Antoine me miraba divertido: ¿cómo se te ocurre desnudarte de esa manera frente a Máxime?. Máxime estaba muy seria y verde. Lloraba, las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían sobre la cubierta convertidas en clavos que se hincaban en la madera. Cuando desperté del sueño observé de nuevo la puerta del camarote, sellada como las tumbas de los faraones. Arremetí con todas mis fuerzas, sin éxito. Busqué por la cubierta, encontrando un pequeño arpón, que blandí contra la puerta, como amenaza. La puerta seguía muda y cerrada. Clavé el arpón y conseguí levantar algunas astillas, estuve trabajando así toda la mañana, hasta que por fin cedió.

El camarote era un pequeño cubículo. No había rastro de Antoine, Silvia ni la verde Máxime. Encontré una navaja, en las paredes habían grabado: Antoine y Silvia. Abrí la navaja y comencé a tallar un corazón alrededor, no sin cortarme varias veces. Me dejé caer sobre el catre, un alivio para mis huesos después de pasar dos noches durmiendo a la intemperie. Hacia esfuerzos por mantenerme despierto, los ojos se abrían y cerraban con el movimiento del barco.

El movimiento del barco se detuvo. No sé el tiempo que llevaba luchando contra la modorra, abriendo y cerrando los ojos al compás. Subí a cubierta. El barco había sido arrastrado a una playa y estaba varado, la quilla hundida en la arena y el mar que se estiraba y recogía como el sueño de un gato, pero que apenas llegaba a rozar la popa de la embarcación.

Me alegraba volver a pisar tierra firme. Me despojé de la ropa, sin Máxime delante esta vez y me di un baño. Después deambulé entre las rocas, molestando a los cangrejos, recorrí de cabo a rabo la playa, grité y canté a pleno pulmón, intenté un par de volteretas. Era mi isla. Como aquellos náufragos aventureros, un náufrago en el Mediterráneo. Como Napoleón en su destierro. Decidí comprobar el perímetro de la isla y su verdadera condición insular. Calculé que disponía aún de cuatro horas hasta que se pusiera el sol. Pronto llegué a unas escarpadas peñas. Me impedían seguir avanzando y conocer lo que había al otro lado. Miré el sol, ya iniciando su zambullida y decidí volver al barco.

Como precaución saqué el agua, las provisiones y las protegí tapándolas en la arena. La temperatura era buena y no había necesidad de encender ningún fuego.

Desperté con la luz. La marea había arrastrado la embarcación de vuelta al mar. Me puse verde, como Máxime. Pensé mi testamento, me quedaban pocos días para morir de inanición. Recordé el escarpado cerro que me había impedido continuar mi exploración la tarde anterior. Podría despeñarme. Pero esa posibilidad no conllevaba una muerte fulminante y ya había visto como me rondaban algunas gaviotas. No quería que aves marinas de ningún tipo aprovecharan mis vísceras aún moribundo. Esta idea espantó el suicido de mi cabeza, como poco después tuve que ahuyentar a algunos pájaros que chillaban alrededor de mis semienterradas provisiones.

Llegué a los pies del cerro y comencé su escalada. No tardé demasiado en alcanzar la cima. Desde allí no divisaba más que un mar de piedra, detritus de gaviota y silencio. Continué resuelto mi camino. El suelo era una trampa y a punto estuve de torcerme un tobillo, el sol comenzaba a inflamarse en lo alto del cielo, numerosas aves rondaban en torno mío, como buitres al acecho.

Pronto pude distinguir a lo lejos… ¡edificios!.  Comenzó a dibujarse un camino de tierra que se fundía con una lengua de asfalto que serpenteaba y bajaba la colina. Ahora divisaba el nítido contorno de media docena de edificios, algunos parecían inacabados, otros refulgían. Entre los bloques se levantaba una herrumbrosa grúa que cortaba el horizonte. La pista de asfalto se fue haciendo más y más ancha, con aceras y farolas. A ambos lados de la carretera no había más que polvo y hierbas silvestres. Me fui aproximando al primer edificio. Tenía la pintura descascarillada, las ventanas con los cristales rotos, la puerta oxidada: PROHIBIDO EL PASO. El segundo edificio contaba tan sólo con el esqueleto de hormigón. El tercero era una sucesión de cubos blanquísimos, con las ventanas ahumadas. El perímetro estaba rodeado por una densa vegetación. Intenté asomarme, pregunté varias veces en voz alta: ¿Hay alguien?. Al no obtener respuesta me encaminé a la puerta. Observé los llamadores eléctricos con los botones de acero y un gran ojo en el centro. El ojo parpadeó varias veces y se quedó fijo en mí. No sin reservas, aproximé el dedo índice y apreté uno de los botones. El altavoz crujió y comenzó a sonar el latido de un corazón acelerado, cohetes, pitidos, motos furiosas, todo junto, repitiéndose en un bucle. A intervalos una voz chillaba y su eco se fundía con el corazón, los pitidos, los cohetes y las motos. Cuando acabó la música se escuchó un clac! y se abrió la puerta. Era muy pesada y al empujarla con fuerza sentí los estragos físicos que los días a la deriva en el mar y la falta de alimento habían infligido en mi cuerpo. Era el interior de una urbanización, el césped pulcro y húmedo, y una piscina con el agua clara. Recorrí el borde de la piscina, hasta llegar a la escalera, sentándome y sumergiendo los pies en el agua. Fue entonces cuando la vi, asomada a la ventana del primer piso fumando un cigarrillo: la verde Máxime. La Máxime de mi sueño, no cabía duda. Me recree durante unos instantes en su tez verdosa, brillante como el aceite, sus apretados y azules labios. Me distrajo el ruido del portero automático, del que ahora emitía una música suave y melodiosa y cuando volví la vista, Máxime no estaba.

Gerardo Vázquez Cepeda

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