Vino solo y por su cuenta; le gustaba Bambino y hablaba susurrando. En la plaza se juntó con los demás: un matrimonio joven, un viejo con boina y sus dos hijos, mozo y moza, de más de veinte años. Entonces se vendimiaba con espuertas: una pareja un capazo. Les vino bien la coyuntería, todos emparejados y todos de la Sierra de Segura.
Después de que el abuelo los contratase con un apretón de manos en la plaza, vinieron a la casa. Ya estaban los otros. Carmen, Pepe y Pepito. El abuelo los empleó por compromiso, la mujer era hija del pisador titular, “Cuatro Reales”. Venían de Valencia, Pepe era de allí; se peinaba muy mal y hablaba muy poco. Pepito, tenía diez o doce años, acompañaba a sus padres; pero no a vendimiar. A los niños de entonces, al no haber guarderías como ahora, se los llevaban al corte. Si vivieran en el profundo Sur serían white trash, pero aquí y en aquellos años solo eran gentuza.
Se fueron al tajo encima del remolque, con los colchones, los envases para la uva, la comida y los equipajes. Con la velocidad del tractor y la distancia a la que el abuelo tenía las viñas el viaje era eterno. Para matar el tiempo cada uno hacía su gracia, el viejo le daba caladas al Celtas con la nariz; el hijo explicaba como desollaba venados en la sierra con un puñal que llevaba en un tahalí; le decía cuchillo de monte a la herramienta. El matrimonio joven tonteaba y se susurraban picardías al oído. La hija del pisador y el marido observaban a todos con mirada torva, el hijo se sacaba mocos con la mano.
El que vino solo y le gustaba Bambino se llamaba Juan. Se puso a enredar en la barja, un baúl de madera en el que se lleva la comida y los cubiertos al campo. Sacó una botella de aceite de uno de los compartimentos y cuando estaba observándola el tractor frenó de golpe cayéndose la alcuza y derramándose el óleo. Como movida por un resorte la hija de “Cuatro Reales” se incorporó gritando:
—¡Levántala, que trae mala sombra, levántala!… ¡la botella, levántala!
Juan levantó la botella y limpió el poco aceite que se había vertido. Entre bromas y veras llegaron al corte a la hora de comer. Tras el almuerzo principiaron la faena. A los diez minutos, la hija del pisador, se cortó en un dedo:
—Ha sido por ti, “Ramaceites”. —le dijo a Juan con mirada asesina.
Amaneció raso y con algo de relente. Juan se puso una especie de impermeable para no mojarse con las pámpanas. A las dos horas estaba lloviendo a manta rota.
—Ha sido por ti, “Ramaceites”, con ese capote llamas a la lluvia. —sentenció la pisadora.
—Esto no va a ser nada.
El día se metió en agua y ya no pudieron vendimiar. Refugiados en la casa, la hija del jaraicero, que para cualquier acontecimiento tenía una explicación metafísica, le soltó a Juan:
—Tú, “Ramaceites”, ¿es qué eres gafe?
Él no respondió, se limitó a suplicar comprensión con la mirada.
—Sí, eres un gafe. —sentenció.
A partir de ese momento todos dejaron de hablarle y evitaban incluso cruzar la vista con él. A los tres días dejó la cuadrilla y el abuelo tuvo que ir a la plaza a buscar un “non”.