(Publicado el 21 de septiembre de 2011)
Quien no se estremece ante testimonios como el de Antonio es que carece de sentimientos.
Antonio ha llamado hoy a la radio, es un enfermo de Alzheimer con cuarenta y seis años. Ha sido profesor de matemáticas en un instituto, ya no ejerce. Su médica le ha comunicado que tiene mucha vida por delante, él le pide al Estado que articule algún sistema, o medida, o lo que sea, para que les quiten la vida a las personas como él. Vivir otros cuarenta años le aterra, afirma que la enfermedad no es tal, que es un castigo de Dios. No quiere verse en un rincón, sin recuerdos y solo. Tiene días de todos: hoy y ayer han sido buenos, pero tiene más malos. La semana pasada no recordaba el nombre de sus hijos. Le da miedo salir a la calle, hace poco se perdió y tuvo que llevarlo a casa la policía. Pasea en el patio y reitera su terror a salir. Es incapaz de resolver una raíz cuadrada, él que ha enseñado a solucionarlas durante más de viente años. Cuenta el aprecio que le tienen sus antiguos alumnos, pero que su familia no lo quiere. Nombra la medicina que toma y vuelve a incidir, con la misma frialdad y desapasionamiento de la primera vez, en que es necesario que el Estado haga algo para quitarle la vida. Le martiriza no recordar lo que desayunó y a la vez, rememorar escenas de su infancia con tanta claridad. Su familia no lo quiere, repite, su mujer quiere separarse, se va a ver mal cuidado en un rincón de un sucio asilo, haciéndoselo encima y sin recuerdos. Me ha hecho llorar.
Mi abuelo paterno, al que no conocí, murió de una ignota y silenciada demencia senil, como entonces se llamaba, me reveló el secreto el ancestral barbero que ha arreglado a varias generaciones de mi familia, ya se sabe lo deslenguados que son los maestros peluqueros. Ronchaba bolas de carbón tras la puerta de la calle, a escondidas. En los entierros de sus nietos, uno ahogado en Ruidera y el otro muerto de leucemia al poco —decían que de la impresión se le había vuelto la sangre agua— lloraba y reía sin parar. De la locura del abuelo nunca se hablaba en casa.
No hace mucho, en un velatorio, el consuegro del finado, hacía lo mismo que decían que hacía mi abuelo: reír y al poco llorar, con el pelo fosco y la barba mal afeitada, preguntado a quien llegaba a la sala del tanatorio donde estaban el porqué de su presencia en aquella limpia sala y relatando, a continuación, aventuras seguramente de su niñez, con referencias a bicicletas, eras y guás.
La tía Paca era pequeña y vivaracha, siempre con moño, no se le oscurecía nada. La tía Paca, cuando la conocí, vestía de medio luto y años antes tuvo que ir a reconocer el cadáver de su marido al campo, el hombre se murió en el tajo de un infarto y lo encontraron con la boca llena de hormigas. La tía Paca comenzó a perder la memoria y resultaba graciosa. La llevaron Madrid a casa de una hija cuando no se valía sola, confundía las visitas con escenas de su niñez. He contemplado como no reconocía a su hermana ni a sus sobrinas, con la límpida y tranquila mirada de Aída en «El hijo de la novia». Como tenía un corazón más fuerte que un toro duró muchos años, cada vez se iba deteriorando más: dejó de reír, dejó de pedir que la llevasen al baño, dejó de comer, dejó de hablar, acabando como un vegetal. Las hijas y la nuera estirazaban de ella, la levantaban, la aseaban, le daban de comer. Ella engordaba, cada vez pesaba más y necesitaron una grúa. Pelearon como jabatas con su madre, siempre con una sonrisa en la boca.
El solo pensamiento de la enfermedad me estremece; me aterra. Es un mal terrible que destroza a los enfermos, dejándolos sin dignidad. A los familiares les hipoteca la vida y los condena a una suerte de castigo mitológico y admirable. Mi recuerdo, comprensión y solidaridad en el día mundial del Alzheimer.
Dicen que los olores y la música es lo último que se olvida.