Lunes, seis de la mañana. El despertador, implacable, te pone de nuevo en pie. Hoy también hay partido, todos los días hay partido.
Saltamos al césped y la realidad nos vuelve a meter la pierna de mala manera. Se oyen gritos, se agitan banderas. Desde el palco —calentito en invierno y fresquito en verano— se apela a nuestro sentimiento patrio; también se untan árbitros y se intercambian vergonzosos maletines repletos de dinero obtenido en más que dudosos negocios. Un tipo, con la mano en el pecho, canta un himno. Bufandas y gestos obscenos de hooligans desde el primer anfiteatro dan colorido y aportan pasión al evento.Tienes las rodillas despellejadas, el costado dolorido y las canillas ensangrentadas. Alguien te zarandea y te levanta violentamente. El arbitro está a otras cosas. Te quejas y te llaman mal patriota, aunque te dejes el alma en el campo cada día.
Y te viene una sonrisa descreída, escéptica y cabrona cuando en la tele alguien habla de patria envuelto en una bandera, y alguien —con una bandera de otro color— dice que para patriota él. Cambias de canal y te apuras los garbanzos.
Te limpias la sangre de la canilla, te subes el calcetín y saltas al césped de nuevo. Escuchas un grito, miras a la grada y ves una bufanda enarbolada, rostros encendidos cantando y… Te acaban de partir la ceja de un codazo… Alguien desde el primer anfiteatro se descojona. El arbitro está a otras cosas. En el palco a lo suyo, ni te han visto.
Y te acostarás cada noche dolorido, harto de mandamáses que desde su palco, entre trapicheo y trapicheo, apelan a tus sentimientos patrios, cansado de fanáticos con banderas y camisetas a juego, harto de que nadie te vea salvo para descojonarse de ti.
Martes, seis de la mañana. El despertador implacable…