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martes, 26 marzo

En los autos

Artículo de Ramón Castro Pérez, profesor de educación secundaria en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos)

De pequeño se ven las cosas tal y como son realmente. Justo como ahora. Otra cosa es que las recordemos grandes. A los siete años, el asiento de atrás del seat 124 era igual que el que he visto hoy en un desguace quebrado. Sin embargo, la memoria me traslada a un espacio amplio, en el que los pies apenas llegaban al suelo del automóvil. El conductor, padre, parecía pilotar a unos tres metros, mínimo.

Para anchuras, el 1500 del librero que acudía con su hija todos los septiembres al almacén de papelería para llenar el gigantesco maletero de manuales de lengua, del mismísimo Lázaro Carreter. Aquella chica, mayor que yo unos cuantos años, desaparecía al entrar en el mítico auto. Con el paso del tiempo, heredaría la librería y la responsabilidad del negocio, pues era ella (y no su padre) quien aparcaba el mastodonte en la puerta del proveedor, durante las siguientes campañas escolares. No la vi más. Para cuando pude conducir, madre había liquidado el negocio, pero del volante del 1500, de su desmedido diámetro, me acuerdo.

A todo hay quien gane. Sentirse como una minúscula partícula en mitad del universo era habitual si viajabas en la parte de atrás del citroen CX break del tito Manolo. Esa ubicación era la más disputada entre los primos, a pesar de no contar con asientos, mucho menos con cinturones o con tecnología «pre sense». La seguridad la ponían, a partes iguales, el conductor, una baja densidad de tráfico y el sentido común.

Los coches de antes, grandes. Los aviones de ahora, pequeños. En ellos, mantener la distancia de seguridad implicaría sentarse en el ala. Contrasta con las colas del embarque previo al vuelo. Allí, personal de la aerolínea con muy mal humor, recuerda que dejes metro y medio entre tu cuerpo y el viajero que lo precede. Se pone tan serio el asunto que temes te dejen en tierra. Y a ver qué haces en Amsterdam, en mitad de un transbordo que nunca debiste considerar viable.

Pero grandes, grandes los platós de televisión. Tanto que no necesitan mascarillas los que allí se citan para debatir en torno a una mesa semicircular, separados por metro y medio. Tienen los techos altos, como los dictámenes que salen de sus bocas con destino a los altavoces del televisor. Así es como escuchamos que nos lo hemos pasado demasiado bien estas navidades, en atención a la intensa incidencia «covidiana» que impregna la actualidad. Si recuerdan, ya en 2008 habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades.

Así que, a pesar del transcurso del tiempo, siempre se trata de lo mismo, por mucho que lo de antes nos parezca una cosa distinta a la de ahora. Y no sólo ocurre con los automóviles, los aviones, los platós o las crisis, financieras o pandémicas. También con los compatriotas, negacionistas, progresistas, fachas, nacionalistas, tuiteros, funcionarios, autónomos, comunistas, señoros, pijos pobres, longevos, boomers o milenials, entre tantos otros. Rascando un poco, podrá advertirse la mínima distancia que existe entre categorías. Debajo de la piel, fina en ocasiones, hay personas. A bordo del 124, del 1500 o del CX, sólo pasajeros que se saludaban al cruzarse con otro auto, en mitad de aquellas carreteras. Las que nos conducían al pueblo.

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