Sí amig@, esto va dirigido a ti. Tú, que llevas contando los días, las horas, minutos e incluso segundos para desplazarte desde tu lugar de residencia y trabajo hasta tu pueblo natal con la típica excusa: «ya es Semana Santa». Para ti, que llegas dispuesto a ver todas las procesiones y misas, e incluso te animas a ir con tu abuelos a los laudes. Amig@, yo no pongo en duda tu religiosidad, ni tus ganas de salir con la hermandad con la que tantos años llevas saliendo, pero no nos engañemos.
Todos sabemos que es lo primero que haces al llegar a tu pueblo, ¡ayyyy que te hemos pillado!. Valiente eres amig@ santer@ cuando lo primero que haces es ir a casa de tu abuela, que ya sabemos por donde vas… Te diriges a la despensa y al frigorífico y ahí están! Como si hubieras encontrado el oro de Moscú. Te ves frente a frente contra una montaña de torrijas, hojuelas, rosquillos y pestiños. Los ojos te empiezan a dar vueltas y empiezas a salivar y antes de darle las gracias a la mujer, que seguramente las haya hecho pensando en ti, ya tienes la boca llena de azúcar y solo te da para decir: ¡madre mía abuela! (en un contexto de placer infinito, evidentemente).
Justo antes de acudir a la primera procesión de esta festividad, ya sabes que lo tienes complicado para empezar con la operación «muscle fitness beach» o lo que es lo mismo, llegar al verano con tipazo y así poder lucirlo.
Así que amig@, no te engañes. La Semana Santa tiene esa intrahistoria que son los dulces típicos, con los que gracias a Dios no se peca, o quizás si, (de gula alomejor). Esos bocados de placer que luego son tan complicados de quitar para el verano. Así que un consejo amig@, disfruta de la Semana Santa y sus dulces a partes iguales y busca ese equilibrio con el que luego no tengamos que ir al gimnasio.