No deja de ser paradójico el hecho de que en el segundo domingo de cuaresma el evangelio nos traiga a colación el pasaje de la “Transfiguración del Señor”.
Una característica de las religiones de todo nuestro mundo y de la que el Cristianismo no se libra es la de poner nombres raros, grandilocuentes e indescifrables (Vg.: transubstanciación, crismación, catecúmeno, etc.) a las cosas más sencillas, más humanas y a la vez más divinas, tanto, que son habituales en nuestros modos de vivir, convivir y hasta de morir.
Una de esas palabras que nos trae el evangelio es la de “transfiguración”. Para poder entender lo que significa, el diccionario de la RAE dice textualmente: “Estado glorioso en que Jesucristo se mostró entre Moisés y Elías en el monte Tabor, ante la presencia de sus discípulos Pedro, Juan y Santiago”.
Incluso algunos textos menos teológicos y poco entendidos en la materia hablan de que Jesucristo sufre una metamorfosis al estilo de la que padece el protagonista del libro del escritor checo Franz Kafka en su obra “La Metamorfosis”.
Pero lo que pretendo no es hablar del lenguaje usado en el pasaje que nos compete, sino reflexionar sobre un punto muy concreto; se trata de la felicidad que sienten los tres amigos de Jesús en la cima del monte y en esa visión que los sinópticos nos dan y que no terminamos de explicarnos en qué consistió realmente.
Están tan a gusto que a Pedro “el impulsivo” se le ocurre la feliz idea de instalar tres tiendas (de campaña, claro, están “en la cima de monte alto” según el escrito mateano).
Mateo pone en boca del pescador esta frase: “Señor qué bien se está aquí, si quieres instalo tres tiendas una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Porque para Simón es evidente que “donde se está a gusto allí hay que estar” (según dice el refrán.).
Relacionando este pasaje del segundo domingo con el tiempo de cuaresma que estamos viviendo pueden surgirnos algunas conclusiones: La cuaresma no es momento de pasarlo mal; la presencia más cercana de la Persona de Jesucristo produce bienestar, gozo, y expresiones de alegría aparentemente fuera de lugar). Cuando en tiempo de cuaresma nos sentimos entristecidos y agobiados ante lo que aparentemente se nos exige para vivirla bien, algo está fallando.
El miedo que surge cuando alguien nos atemoriza con castigos eternos, infiernos ardiendo y almas en pena, es malo; el miedo siempre es malo. Se reduce a un intento más de dominarnos y aborregarnos con la necesidad de seguir a la “autoridad”, y obedecer sin rechistar lo que ella imponga.
El ambiente de negrura, dolor, cruces, colores morados, ambiente lúgubre que en ocasiones queremos casar con la cuaresma es, según mi opinión, radicalmente contrario a lo que Jesús en este texto desea. Aquí nos encontramos luz, blancura, resplandor, alegría…, transformación de la vivencia diaria.
La cuaresma nos pide: Hacer progresar las cualidades que tenemos. Limar nuestras durezas, que rozan haciendo daño a las personas, que nos rodean. Superar lo que tantas veces nos hace tropezar y morder el polvo. Y otras actitudes que tú ya deseas y reflexionas en tu crecimiento integral; pero sin perder de vista el Mensaje del Señor Jesús, no el de otros señores que quieren pasar por pastores de los que se atribuyen como fieles.
No es que yo quiera concluir tesis absurdas o ilógicas. No creo en la casualidad.
El mensaje de Jesús es de alegría, gozo, bienestar, abrazos a raudales, sonrisas continuas, corazones compasivos, ojos prontos a las lágrimas de emoción, manos temblorosas por la ternura, caras de madres con bebés en los brazos, dedos de padres cogidos por manitas de niños que quieren andar.
Esa es la ilusión de Papá-Mamá-Dios. Ese es el deseo del Maestro para ti, para mí y para todos los que nos acompañan en esta vida.
Te animo a que te interrogues en algún momento: ¿No será esto más importante y más vivencial que las rutinas “peniteciarias-cuaresmeñas”?