El otoño es peligrosísimo, sobre todo para las cabezas. Éstas, con la caída de la pámpana, se despendolan y no hay quien las sujete. Debe ser algo arcaico, alguna de esas cosas que no evolucionan, algún recuerdo de cuando éramos salvajes, como la berrea del ciervo.
Paseas por la calle, tarareando Les feuilles mortes («Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes / des jours heureux où nous étions amis. / En ce temps-là la vie était plus belle, /et le soleil plus brûlant qu’aujourd’hui, etcétera). Al caminar te cruzas con gente de la que no conoces nada. Ese del pelo teñido, la sonrisa falsa y los ojos grandes, por ejemplo, ese, se ha tenido que levantar del tálamo porque asume su condición y le deja el sitio a un señor que viene los jueves. No se le nota en nada, ni tiene ningún estigma que delate su circunstancia. Te lo imaginas trabajando en un banco de aquellos con máquinas de escribir Olimpia, aguantando mofas al ritmo de los tipos. Tacatatatá, tacatá, tatá, tacataca… ¡pling!
En primavera pega más tararear “Amour et printemps”, los valses son siempre más edificantes que la chanson. Mucho más.
Nunca, como digo, puedes saber lo que pasa por el interior de la gente. No somos dueños de los actos de nadie y detrás de una estampa de buen tipo, que cante “Las hojas muertas” incluso, se puede esconder una alimaña.
Dentro del auto Thannauser suena inmisericorde, ¿cómo si no? Las nubes negrísimas llegan hasta el suelo, de vez en cuando un relámpago las cruza, como un desgarrón o un latigazo de luz. Camino de Ciudad Real se ve la sierra de Villarrubia, parece un gigante tendido. Unos ojos de sol iluminan la mole, esperanzadoramente, como certeza de la existencia de Dios Nuestro Señor. Pasamos por un almacén de melones, blanco sobre el fondo negro, mientras el coro de peregrinos murmulla su salmodia. Wagner suena a cataclismo, su música es de tormentas, como esta, la primera del otoño. Los rastrojos están amarillos, las viñas todavía verdes, el cielo negro y violento; las cisternas de los camiones manchadas de barro, matizadas y sin brillo.
Te imaginas a Wagner como su efigie, de romántico furibundo y apostado, con boina de requeté, mirando las nubes negras que bajan a la tierra. O trabajando en una fragua.
Ya en Ciudad Real, andando y aclarado el tiempo, recuerdas que lleva un jersey sin nada debajo, comido de lamparones. El del pelo teñido. A lo mejor en vez de ser carne de epigrama como he dicho antes, es solo un ladrón de bancos, o un asesino en serie, que siempre está mejor visto. «…dans la nuit froide de l’oubli. / Tu vois, je n’ai pas oublié. / La chanson que tu me chantais…»