“El vino alegra el corazón del hombre”. Salmo XIV, 15.
No podía recibirte de cualquier manera, tú eres algo especial, necesitas, aunque no lo pidas, que se te dé la solemnidad que el momento requiere, que el anhelo inspira, que la pasión sugiere. Tu humildad no exige pero tu dignidad lo reclama, y qué pena por cuantas veces no te he valorado en tu integridad. En las mejores citas se hace necesaria la adecuada preparación y tú eres un encuentro que requiere de rito y de apostura.
He querido conjugar en la mesa la pureza con la que te aguardo en la blancura del mantel y el rojo de la servilleta por la pasión con que te deseo, el bajoplato; añil espejo, para que te reflejes en cada momento. Sin más attrezzo que la conveniente luz guiada al lugar que ocuparás. Ese será tu trono.
Esta noche me siento dichoso, matarás la soledad y despertarás ensoñaciones, ojalá incites a la risa, quizás por recuerdos de pretéritas vivencias, y propicies los llantos que el alma necesita desahogar. Ante tanta expectación como he puesto por tu presencia, te juro que te trataré como a una reina.
Claro ¡cómo una reina! …pues acaso no imperas sobre lo sagrado y lo sacrílego. Sin ti no hay historia y en tu ausencia mal se puede imaginar el devenir. Profanarte va a la par que santificar tu nombre. No te llamamos majestad pero no hay majestuosidad en tu ausencia. Sin nobleza te tratamos en muchas ocasiones aunque contigo se enriquecen los más nobles valores ligados al origen y vivir de la existencia. Tu recorrido secular, el sereno discurrir de los tiempos, es una cadena de enésimos eslabones de carpe diem. Tu gozo es ser madre de gozosos momentos.
Por eso mi cita contigo es un rendez-vous en la mejor de las noches des ponts de París.
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No, no ha sido un sueño; te viví, te sentí, me llenaste y te derramaste sobre mí. No, no ha sido una quimera, contigo disfruté una gran pasión, percibí el estremecimiento de cuerpo y ánimo. Me permitiste recrearme, sin prisas, con acompasada parsimonia, en tan hermosas sensaciones.
Saborearte, olerte… ¡sentirte! Las lágrimas descomponen la luz en el arco iris pero tu moravio en contacto con mis labios también me llevó a ver los miles colores de la vida y la vida en todos sus matices y tonos. Me supiste a beso, a profundo regusto, a corriente de vida desde mi boca hasta el cerebro estimulando que la dopamina arrecie en su manantial de placer.
Me recreé en tan hermosas e intensas sensaciones que estoy extenuado, sin fuerzas, pero tan afortunado como si en una cálida noche de julio, con luna llena, recorriese mi cuerpo el fresco vientecillo que entra por el balcón abierto y nos impregna con olor a tierra húmeda acariciada por perfumes de tomillo y romero.
Penetraste en mí hasta lo más profundo, sentí y aún revivo, como poco a poco me recorriste y te acoplaste simbióticamente en cada una de las terminaciones sensitivas que te perciben. Tú eres todo placer, contigo se goza del sabor y del olor y mutas mis palpaciones en aterciopelados recorridos por la piel. Me hiciste pasar del enervamiento al relax, contigo sentí el frio palidecedor y el fuego cegador, el escozor y el bálsamo.
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Ahora, desde la serenidad que otorga el tiempo transcurrido y el soliloquio forzado, me recreo en tu imagen, te miro y remiro, eres perfecta en tu constitución premeditada, con tu cuello largo y tu esbelto cuerpo, casi sin paramentar, porque no necesitas más atavíos que tu propia esencia, lo que llevas en tus entrañas.
Con tu hechura dulcificas el origen de aquel a quien has alojado, das fineza al jugo de aquel racimo más bien tosco, apretado en su desigualdad, al que la modernidad no ha propiciado los ensamblajes necesarios para que se le aprecie, aunque fuese dejando parte de su esencia. Pocos maridajes le han apañado pero en tu seno has tenido la dicha de una de esas alianzas que permiten enriquecer sabor y color, elevar la categoría, sacar de la desconsideración… Él me permitió vivir mi pasión moravia. Sí, como debe ser la vida, la persona, toda persona, debe encontrar las coaliciones necesarias con sus semejantes para ascender en su degustar vital.
Te guardaré en ese rincón de cosas que tienen alma en su inmaterialidad y diré…
– Aquella botella de buen moravio me dio vida y me alejó del suicidio que supone la rutina cotidiana y me hizo pensar en el principio y fin de las cosas.
Ramón González Martínez.
16 de julio de 2015