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sábado, 21 diciembre
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Sombras por todas partes (1), por Pedro Muñoz Plaza

pedro

Quiero escribir, pero me sale espuma,
Quiero decir muchísimo y me atollo;
No hay cifra hablada que no sea suma,
No hay pirámide escrita, sin cogollo.
Quiero escribir, pero me siento puma;
Quiero laurearme, pero me encebollo.
No hay voz hablada, que no llegue a bruma,
No hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo.
Intensidad y altura, César Vallejo.-
Imagen: Guervós

Hoy, por fin, ha puesto un pié en la calle. Después de treinta y cinco días, ha abierto la puerta y se ha puesto a caminar. No va a ninguna parte, solo camina. Todo lo que ha hecho en el último mes ha sido así, sin mucho sentido, sin pensar, porque había que hacerlo. Camina sin prisa pero sin demasiada pausa, con la mirada perdida. Camina, solo camina. No sabe a donde va, no quiere saberlo. Nadie le espera. Ahora, nadie le espera.

Entra en la plaza por el pasadizo de la iglesia. A esta hora aún no hay demasiado personal foráneo ocupando los bancos frente a la iglesia. Eusebio y Vicente charlan animadamente con Ramón que, desde su silla de ruedas, pone los puntos sobre las íes. Le saludan al verle pasar. Él, con la mirada fija en sus pasos, no devuelve el saludo. No se lo tendrán en cuenta, saben por lo que está pasando, o creen saberlo. El ayuntamiento, recién pintado, luce resplandeciente. Gira por la calle Socuéllamos, el lavado de cara del ayuntamiento le importa bien poco.
Vive aquí desde siempre, este es su pueblo, esta es su gente. Respira. Su corazón mantiene el ritmo con desgana. Sus constantes vitales se antojan más vitales que nunca. Hoy camina por las calles que le vieron nacer. El resto se mantiene en pause, como si aquella noche hubiera saltado algún fusible y el mundo se hubiese parado. Una cantinela, de la que no es capaz de desprenderse, inunda su paralizado cerebro; un reproche a un dios en el que nunca creyó del todo:

«Esto no es así. No es esto lo que teníamos hablado. Esta vez te has pasado.»

Una leve cojera, apenas perceptible, delata los problemas que su rodilla izquierda le viene dando los últimos años. Los anti-inflamatorios y el físio le hacían mas llevadero el día a día. Hace dos semanas que tenía cita con el traumatólogo, pero no acudió a ella. Hace treinta y cinco días que no toma nada, que no va al físio. Ha dejado los anti-inflamatorios, el protector de estómago y la pastilla del colesterol. No le duele nada, como si los dolores también se hubieran quedado en suspenso desde entonces. El dolor que siente no proviene de la rodilla. No hay pastillas para este dolor. Debe ser esto a lo que se refieren cuando se habla del dolor de alma.

Nunca se había sentido así.

Entra en la calle Oriente. Manolo, que charla con un cliente en la puerta de su tienda, hace el ademán de saludarlo, pero al no levantar la vista desiste.
Al cabo de un rato, se detiene frente las portadas de una las pocas casas de planta baja que aún quedan en la calle: fachada de más de quince metros en la que dos grandes ventanas con reja flanquean la modesta puerta principal de hierro. En el lado izquierdo, las portadas. Es una vieja casa de agricultores. Es la casa de sus suegros.

Saca unas llaves del bolsillo derecho del pantalón, abre la pequeña puerta de las portadas y entra. La cochera recorre el costado izquierdo de la casa. Desde que murió su suegro, hace unos años, la casa está vacía. Solo en alguna celebración han hecho uso de la cocinilla con fuego de leña que mantenía su suegro con todo el capricho del mundo. Aparte de eso, solo ha servido para acumular trastos suyos y de sus cuñadas. En la cochera siempre hay alguno de los coches de los nietos; hoy está el de su hijo Juan.

Rodea el coche y pasa al fondo. Otras portadas, algo más pequeñas, dan acceso al enorme corral. Estas no tienen puerta, un cerrojo abre la hoja abatible. El porche que pega a la espalda de la vivienda, que en otro tiempo acogió abundantes y verdes plantas, y cena y tertulia en las calurosas noches de agosto, ahora luce un desolado aspecto: macetas vacías o con plantas secas, un pequeño potro de madera con la pintura desconchada y solo tres peldaños, varios cubos apilados encima de dos espuertas de vendimiar y una oxidada bici a la que le falta la rueda delantera conforman el paisaje del abandonado porche.

La vida continúa, hay que seguir viviendo le dicen, pero su mundo se ha parado y a él le apetece bajarse. Se está dejando morir, pero la vida se resiste, se atrinchera. Hoy se siente cansado, derrotado, sin fuerzas para seguir. Una lágrima recorre su inexpresivo rostro. Su corazón tiembla asustado en un rincón.

Levanta los cubos y coge una gruesa cuerda que permanece perfectamente enrollada en una de las espuertas. Coge el potro y, con paso firme, se dirige al centro del porche con la mirada puesta en la viga central que soporta el peso de la cubierta…

«Esto no es así. No es esto lo que teníamos hablado…»

El atardecer de septiembre deja en el corral un ocre rojizo, extraño, triste…
Nunca creyó que el alma existiese, nunca pensó que pudiera doler tanto.

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