En los años treinta y hasta finales de los cincuenta del siglo XX, en las amplias zonas rurales del centro geográfico de nuestro país donde se concentra la población más rústica y muchas veces ignorada, los muy jóvenes y adolescentes de aquella etapa y que aún capeamos los bandazos de la vejez, a poco que forcemos la memoria encontraríamos episodios tan insólitos -por no llamarles otra cosa- que justificarían lo complejo y difícil que nos ha resultado conformar nuestra personalidad. No solo por la huellas que en muchos de nosotros dejaran los horrorosos efectos de la guerra civil (1936-1939) que también, si no porque las carencias de la post-guerra fueron tantas, que aquello no parecía terminarse nunca.
Entre tanta pobreza y miseria, conforme fuimos creciendo, nos íbamos despegando de aquél retraso integral al que nos condenaba tanto infortunio, con el deseo de avanzar e intentar llegar lo antes posible a alguna parte. Nuestros mayores, para que no perdiésemos la esperanza, nos intentaban consolar con ese refrán popular que dice; «No hay mal que cien años dure». Pero la inquietud propia de la juventud, a los que íbamos cumpliendo la mayoría de edad y haber tenido que salvar tantos imponderables, nos sirvió de lanzadera para huir hacia adelante libres de ataduras y sin sentimiento de inferioridad. Algunos, entre los que no me importa incluirme, nos aventuramos a salir hacia lo desconocido sin el pleno convencimiento de que obrábamos bien. Y eso fue así debido a que la falta de formación nos limitaba la capacidad de decisión de cara a orientar nuestra vida hacia un futuro mejor que el que nos ofrecería nuestro propio lugar de origen. Pues la lejanía de un horizonte mínimamente halagüeño era tal, que nos lo mostraba cada vez más distante y casi imperceptible. Y ese recelo nos mantuvo inertes e inmovilizados dentro del ámbito familiar y doméstico en que cada cual teníamos nuestro techo mas o menos asegurado.
Es justo recalcar, insistir que en aquél tiempo hubo gente que por diversos motivos emigraron a otros pueblos, igual dentro que fuera de nuestras fronteras, dando lugar a que se deshabitaran amplias zonas rurales en perjuicio de las poblaciones mas pequeñas. Familias que vivían de lo que producían unas pequeñas parcelas de terreno cultivadas por ellos mismos. De ahí que los jóvenes intentaran dirigir sus pasos hacia núcleos urbanos, lugares industrializados y mucho más prósperos, que tuviesen algo digno que ofrecerles. Gentes que con el tiempo se adaptaron a las costumbres del lugar de destino y no volvían a su tierra de origen salvo en épocas de vacaciones.
No obstante y a pesar de el fenómeno de la emigración, hay que felicitarse de ver que a esa otra gente del agro español, que se resistieran a abandonar el campo y al amparo de la previsible mecanización de los trabajos agrícolas y por supuesto la ganadería, los excelentes medios de transporte para mercancías, así como la facilidad para comercializar los productos autóctonos. Todo ello junto a la confianza de ver elevados los niveles de producción igual en cantidad que en calidad, hizo que su esfuerzo fuese suficientemente rentable y a la vez reconocido. La mejor formación del agricultor significó que el mundo rural sea actualmente tan respetado como cualquier otro.
Igualmente hay que reconocer que muchos de nosotros, quién nos aventuramos a correr el riesgo de equivocarnos, aun no hayamos encontrado ni un solo motivo para arrepentirnos de hacerlo como lo hicimos. Sin que la decisión tomada haya significado que nos olvidáramos de donde venimos.
Pues recordar lo mejor de nuestra infancia y adolescencia, por dura que fuese, representa mantener vivos nuestros principios desde lo más elemental. Y hacerlo desde la distancia (un montón de leguas) y habiendo pasado tantos años, solo puede explicarse desde el corazón mismo. El afecto hacia lo que, sentimentalmente, nos es propio no caduca nunca.