Nuestra puntualidad enfermiza nos hace llegar diez minutos antes de la cita con Felipe Sevilla. Hemos quedado para visitar la cueva y la cocinilla. Interrumpimos a nuestro anfitrión la ducha, pero baja sonriente y amable. Así va a ser todo el tiempo.
La cueva la tiene nombrada como “Cueva de Don Quijote”. Nos explica que le puso así porque se celebraban los cuatro siglos de la edición de la primea parte de la famosa obra de Cervantes el año que se mudó a la calle Nueva y la arregló.
La bodega ha sufrido un ímprobo trabajo de restauración. Las manos y el afán de Felipe trasformaron, en un verano, una media cueva hundida, en la especie de santuario que es ahora, una coqueta capilla dedicada a la memoria de quienes nos precedieron. Nos contó que le costó, además del esfuerzo, un constipado de los de aquí te espero. Trabajar fresquito en el subsuelo y subir a la superficie a por los materiales, a 40 grados y regresar sudoroso a las profundidades no es muy recomendable. En la entrada muestra una panoplia de objetos menestrales y atávicos, una varijada, un descargador, un horquillo de dos dientes. Un herramental, una escoba de era… una muestra de lo que nos espera.
Los escalones de bajada, arreglados con cemento, llevan inscritos en el frente nombres de El Quijote. En una de las paredes, tiene colgadas tejas a las que ha colocado una lámina de Doré, con las que el francés ilustró las andanzas del Caballero de la Triste Figura. Parecen el Vía Crucis de esta pequeña capilla. El empotre lo ha hecho el propio Felipe, los balaustres nos cuenta que le costaron mucho trabajo. Hay serillas, un ventilador; cascotes de cerámica y bocas de cántaro traídos de Belmonte. Bacías, el famoso Yelmo de Mambrino, reproducido por nuestro anfitrión, decenas de ellas colocadas por las tinajas. En lo más profundo de la cueva, Cervantes y Don Quijote, como no podía ser de otra forma.
El propietario ama Tomelloso y se nota, defiende nuestra ciudad con vehemencia, en la charla trasciende su tomellosería. De camino a la cocinilla pasamos por una colección de fotos de cuevas que repasamos, las conoce todas. Asegura que cuando, por su oficio, pasaba a una casa, lo primero que visitaba era la cueva. Le entristece que se pierdan esas bodegas, verdaderas señas de identidad de nuestro pueblo, que costó tanto trabajo construirlas, horadando la tosca con pico y pala.
La cocinilla es un memorial de los últimos 150 años. Hay de todo. Carnets de identidad de sus abuelos, un tubo de Aspirina con más de un siglo, fuentes de loza, mecheros de gasolina y de mecha, timbres, vasos y jarros antiguos recuperados de chineros, el morral de su padre, llaves inglesas, azuelas, lecheras, costales, matrículas de carro, aparadores, un lavabo, zoquetas, rascaderas, tijeras de esquilar, útiles de guarnicionero. Una media fanega. Y fotos. Muchas fotos, recuerdo de aquellos años no tan lejanos en que la gente arreglaba las lonas en la calle o lavaban las serillas, a palos, en el rio. Felipe conoce cada uno de los objetos que tiene, donde estaba, quien se lo dio, si necesitó arreglo. Nos cuenta todo, disfrutando del relato, contento y orgulloso de lo que tiene.
Firmamos en el Libro de Visitas, junto a los que nos precedieron, de todos los rincones del mundo, tan asombrados como ellos de lo que Felipe Sevilla ha sido capaz de reunir. Lo único que siente, nos dice, es no haber empezado antes a guardar cosas. En definitiva, una tarde bien aprovechada.
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