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martes, 19 noviembre
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El exilio del sochantre, por F. Navarro

Ángel llegó de noche y en la última diligencia de Manzanares. Traía pocos trastos; una madre vieja y una hija moza. Tuvo que dejar sus dignidades de sochantre y salir de Coria con poco más que lo puesto, para venir de sacristán y organista a este rincón del mundo. La hija dio ruido con un acólito. El chantre y el deán, reunidos con él en capítulo, le explicaron el mal que hacen a la Iglesia las faltas de lesa honorabilidad. No era conveniente que siguiese en la catedral. Le tenían buscado el destino: una reciente villa de la Mancha. En horas veinticuatro debían ponerse en marcha.

Era viudo. Abandonó los hábitos por su mujer. Ésta murió de tercianas dejándole una hija de pocos años que creció entre magistrales, cirios y canto llano. Para lo que sirvió. Vivía con ellos la anciana y desdentada madre, siempre reprochando la decisión del hijo, lucubrando las dignidades que hubiese alcanzado de no haber dejado los hábitos. Podría ser madre del deán y ha acabado siendo la abuela de una pelandusca. La anciana sólo tenía un incisivo en el maxilar superior que casaba con una mella que lucía entre los cuatro dientes que ornaban la quijada de abajo.

Habría de hacer de sacristán, organista y cobrar las rentas de las capellanías. Le dieron una casa, amueblada del todo, en la calle de la Cruz Verde, en un anexo de la capilla que erigió Juan Alejandro Martínez Araque, comisario del Santo Oficio, que servía de sacristía y morada del acólito.

Por la mañana se presentó al arcipreste, presbíteros y capellanes. El templo le pareció mejor de lo que esperaba: la nave central bastante grande, dos laterales, coro, atrio en la puerta del mediodía y varias capillas. La de Juan Galindo y Lucía López; la de María López de la parra; la de Alonso García, primer alcalde que fue de la villa; Agustina Ramírez, Juan Martínez y los hermanos Rodrigo de Mena también tenían oratorio.órgano

Subió al coro y vio el armonio. Pensó que le tendría que dar a los pedales como prueba de amor paterno. No le gustaba la música. La veía como una herramienta de su trabajo; interpretaba las partituras pulcramente, con corrección y celo; nada más. Levantaba la cara al cantar, ladeaba la cabeza, mientras alzaba la vista e imprimía una extraña mueca en la boca.

Esa misma mañana le ordenó el arcipreste que se acercase a recorrer con la tartana parroquial las tierras de capellanía, conociese dónde estaban y se presentase a los renteros. Le entregó una lista con las parcelas y los nombres de los aparceros y lo dirigió a la más cercana, en el camino real y en las mismas paredes del pueblo, con la confianza de que le irían orientando de paraje en paraje. Así lo hicieron y a media mañana había recorrido cinco majuelos. Todos los labradores le hablaron de extrañas enfermedades e insectos que hacían que, este año tampoco, la cosecha diese para comer.

En la carretera de Socuéllamos, dónde cruza el camino de los carboneros, había un zagalillo apacentando un rebaño de ovejas; tenía la cabeza rapada. Era Inocencio, conocido en la villa porque su padre se murió atufado. El hombre fue a sacar orujo de un pozo, metiendo preventivamente un candil que no se apagó, pero en cuanto quitó la primera capa de casca el tufo manó. Se quedó frito como un guácharo. El chiquillo lo vio cuando lo sacaban presintiendo la que se les venía encima, tenía seis años. A los pocos días la madre lo metió de pastor.

El otrora sochantre se dirigió dónde estaba el zagal con intención de echar un rato de charla con él. Se bajó de la tartana y se dirigió al pastor:

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—Buenos días.

—Buenos días.

—¿De dónde eres, peladillo?

—¿No lo ve usted? De la cabeza.

—¡Niño no seas maleducado!

—Bueno, soy del pueblo, pero mi madre me metió de pastor, ya va para dos años. Estoy en la Bodega del Borrucho y voy a la villa una vez cada dos meses.

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—¿No eres muy pequeño?

—Es que mi padre murió y como yo era el mayor…

Sacristán y zagal estuvieron un rato departiendo. El pastorcillo contó cómo fue lo de su padre y el acólito explicó que venía de un sitio que había muchos árboles y un río grande. Se despidieron. Cuando el chupacirios se subió al carro, le preguntó a Inocencio.

—Oye galán, ¿el camino adónde va?

—A ningún sitio, no ve usted que está parado.

Ángel presintió cuanto se iba a divertir en su exilio manchego.

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