Hay frases que se dicen por costumbre y otras que salen del alma. “Tomelloso merece la pena” es de las segundas. Lo digo convencido, porque basta con pasear por sus calles, sentarse en uno de sus bares, entrar en una de sus cuevas o escuchar la historia de sus artistas para entender que aquí late algo especial. Y lo mejor de todo es que no lo digo solo para quien venga de fuera, lo digo también para quienes viven en Tomelloso: merece la pena presumir de este lugar, dentro y fuera, porque aquí tenemos mucho más de lo que a veces creemos.
Llegar a Tomelloso es dejarse envolver por un horizonte abierto, una llanura infinita que parece un mar de viñas, donde el cielo y la tierra se tocan en un abrazo limpio y luminoso. Aquí la Mancha se muestra en su esencia más pura: un paisaje sincero, sin artificios, que invita a la calma y al disfrute. Pero no nos engañemos, Tomelloso no es solo campo y viñedo; es bullicio, es vida, es esa energía de un pueblo trabajador que ha sabido transformar la tierra dura en cultura, en vino, en arte y en hospitalidad.
Lo primero que uno descubre es a su gente. Porque si algo define a Tomelloso es la cercanía de sus vecinos, esa mezcla de sencillez y orgullo que te hace sentir en casa aunque vengas de lejos. La vida aquí se comparte: en la barra de un bar con un buen vino, en las sobremesas que se alargan, en las tertulias improvisadas en la plaza. No hay visitante que no se lleve el recuerdo de una conversación amable, de un saludo sin prisas, de esa autenticidad que hoy tanto se echa de menos en otros lugares.
Y claro, hablar de Tomelloso es hablar de gastronomía. Aquí se come bien, con fundamento y con carácter. Da igual si eliges un restaurante de vanguardia o un bar de toda la vida, lo que llega a la mesa siempre tiene algo de generoso y de honesto. No puedo dejar de mencionar lugares como Restaurante Épílogo, donde la tradición se viste de modernidad; Marquinetti, que ha elevado la pizza a arte mundial; o La Antigua, que es casi un rincón de culto para los amantes de la cocina manchega. A ellos se suman la Casa Justo, la Marisquería Virgen de las Viñas, Zitro, y muchos más que se convierten en excusa para volver una y otra vez. Y qué decir del Restaurante Plinio, donde las gachas saben a historia y a memoria, o de esos asadores en los que el cerdo a la brasa convierte un almuerzo en toda una mañana compartida con amigos.
Pero en Tomelloso no solo se come, se bebe. Y se bebe bien. Estamos en una de las grandes capitales vitivinícolas de Europa, aunque a veces no nos lo creamos lo suficiente. Aquí el vino no es solo un producto: es cultura, es identidad, es ese hilo invisible que une generaciones enteras. Bajar a la cueva de Verum es como descender a un templo subterráneo donde reposan siglos de tradición. Perderse en el laberinto de túneles de la Virgen de las Viñas es vivir una experiencia que impresiona tanto como emociona. Y entrar en la nave de barricas de la Vinícola de Tomelloso es dejarse envolver por un perfume de madera y vino que te queda grabado en la memoria.
La experiencia no termina ahí: el vino se disfruta también en la calle, en los bares que lo celebran con entusiasmo. Pienso en EGB, en La Gaxtroteca, en Beat Wines, donde la copa se convierte en pasaporte a conversaciones alegres y a ratos compartidos. Tomelloso enseña así que el vino no es un lujo distante, sino una alegría cotidiana, una manera de encontrarnos y reconocernos.
Y si el vino es la sangre de Tomelloso, el arte es su alma. Porque este pueblo está lleno de artistas, de todas las disciplinas, de todas las épocas. Aquí nacieron pintores como Antonio López Torres o Antonio López García, que supieron mirar la realidad con una profundidad que trasciende fronteras. Aquí crecieron escritores que dieron palabra a la llanura y músicos que convirtieron el viento manchego en melodía. Visitar el Museo López Torres es rendir homenaje a esa mirada comprometida con la tierra. Pasarse por el Museo de Arte Contemporáneo Infanta Elena es sorprenderse con la riqueza creativa que se acoge entre estas paredes. Y el Museo del Carro nos recuerda la fuerza del trabajo agrícola, mostrando cómo se vivía y se trabajaba en la Mancha de hace unas décadas, o admirar el gran bombo de «Cota» —esa construcción única— que nos habla de ingenio y resistencia, de la inteligencia callada de nuestros antepasados.
Por eso, en un día como hoy, en el que celebramos el Día Mundial del Turismo, me gusta decirlo alto y claro: Tomelloso merece la pena. Merece la pena para el viajero que llega y se sorprende de todo lo que descubre, pero también merece la pena para el propio vecino, para ese tomellosero que a veces no se da cuenta de la riqueza que pisa cada día. Hay que presumir más de Tomelloso, dentro y fuera, porque no es solo un lugar para visitar: es un lugar para vivir, para sentir, para compartir.
Así que la próxima vez que alguien te pregunte qué tiene Tomelloso, no dudes en responder con orgullo: tiene gente que sabe acoger, tiene mesas que saben a gloria, tiene vinos que emocionan, tiene arte que inspira. Y si alguien te pregunta si merece la pena venir, sonríe y dile: ven, descúbrelo tú mismo. Porque sí, Tomelloso merece la pena.






