A Lunático se le empezó a reducir la cabeza un veintiuno de mayo, sábado. Se conoce con certeza la fecha pues fue la última vez que pudo usar su casco con cierta seguridad. A la mañana siguiente ya no conseguía sujetárselo a la mollera. Había quedado con Extraña para tomar unos pinchos en una terraza de Almagro, cerca de «La Encajera» y llegó tarde al tener que rodearse la sesera con una toalla para que el casco no se le cayera hacia atrás.
Llegó entre cabreado y avergonzado a su cita con Extraña, una mujer a quien había conocido la noche anterior en Ciudad Real. La chica, de unos cuarenta años, tomaba un mojito en una de las terrazas del «Torreón» y Lunático no tardó en darle conversación. Se gustaron al instante y decidieron verse durante la mañana del domingo.
—¿Llevabas una toalla en la cabeza? —preguntó extrañada, añadiendo que le había parecido verlo cuando bajaba de la moto.
—Me pasa algo raro. La noto más pequeña —le dijo, tratando de restarle importancia.
—Ahora que lo dices, sí que lo parece, sí —respondió intrigada.
Tomaron dos cervezas y decidieron comer en el vecino pueblo de Bolaños. Extraña, que iba de paquete, le advirtió del miedo a montar en moto. Lunático decidió entonces conducir de manera tranquila. A ella le hizo gracia lo de la toalla.
—Estás muy «sexy» con eso en la cabeza —dijo antes de que emprendieran la marcha y a él le pareció que debían besarse en aquel instante. Sin embargo, no lo hicieron.
El sonido del motor, casi a ralentí, unido a la sensación que proporcionaba conducir la motocicleta por las calles cercanas al castillo de Bolaños hicieron recordar a Lunático tiempos pasados. Con cincuenta años a sus espaldas, únicamente podía contar desamores. Deseaba con todas sus fuerzas que Extraña se convirtiera en algo importante.
—¿Dónde vamos? —preguntó ella, aprovechando que la moto se detenía para ceder el paso a un vehículo.
Él quiso responder. De hecho, lo hizo, aunque su hilo de voz fue imperceptible. Al ir a volverse, perdió el caso y la toalla. Extraña gritó horrorizada y saltó de la motocicleta. Él pudo verse en el retrovisor. Su cabeza ya era minúscula. Intentó llamarla para que volviera, pero fue inútil. Ni siquiera él podía oírse. Fue la última vez que vio a Extraña.
Aquel día ingresaría en el hospital de Ciudad Real. En tan sólo veinticuatro horas, fue trasladado al 12 de octubre y, finalmente, el jueves, Lunático fallecía tras quedarse sin cerebro, sin ojos ni boca, sin orificios nasales, sin dientes, sin oídos ni cabeza. Su cuerpo, aparentemente decapitado, fue objeto de estudio, aunque, para sorpresa de la ciencia, resultó rigurosamente normal. Nada, por pequeño que fuese, indicaba que un suceso de tal magnitud había tenido lugar.
Por su parte, Extraña se atrevió a llamar a la televisión y explicar que había estado con aquel hombre, justo cuando la cabeza comenzó a menguarle. Contó lo de la toalla y también que estuvieron a punto de fundirse en un beso apasionado. Incluso confesó que jamás había disfrutado tanto como con aquel paseo idílico por el castillo y sus calles aledañas. Rompió a llorar instantes después y abandonó el plató sin que nadie pudiera detenerla.
Meses después, el sentido común logró explicar el fenómeno. Lunático habría perdido la cabeza por Extraña. Le fue imposible evitarlo porque, simplemente, no podía saberlo.
—«Hay cosas que sólo conocemos después de que ocurran. Nunca antes. Por mucho que nos creamos preparados, no lo estamos» —rezan las conclusiones del informe de la BRISECO, la Brigada de Sentido Común de Castilla-La Mancha.