El triángulo formado por los vértices de Tomelloso, Alameda de Cervera y Arenales de San Gregorio conforma lo que se ha denominado «El mar de viñas», una zona de tierra fértil con el complemento mineral ideal para el cultivo de la vid. Curiosamente, en esta región cae menos lluvia al año que en las zonas limítrofes. Caminando entre estos viñedos, uno puede sentir que está en la Toscana, el Midi francés, la región de Burdeos o Champagne. A mí, personalmente, me recuerda a la Toscana por la luz, esa luz que solo se puede encontrar en La Mancha, donde los cielos son únicos en el mundo.
El «Océano Verde» es una especie de oasis que sorprende al viajero que llega a La Mancha pensando que va a visitar una zona árida. En verano, a pesar de las altas temperaturas, se despliega un auténtico manto de tonos verdes, contrastando con los paisajes norteños de la cordillera Cantábrica y el Pirineo, que ven cómo sus praderas pierden saturación de color. Aquí, el paisaje es minimalista y horizontal, dividido en dos planos paralelos: uno verde en la parte inferior y otro azul con pequeñas manchas blancas que aparecen de vez en cuando.
La región italiana de la Toscana fue, durante más de 300 años, la cuna del arte europeo. Creo que, además de que su capital, Florencia, era una ciudad próspera, la luz de la región jugó un papel crucial en el nacimiento de una nueva forma de entender y representar la naturaleza. Esa tierra fue el hogar de grandes artistas como Giotto, Donatello, Brunelleschi, Piero della Francesca, Leonardo da Vinci o Miguel Ángel, y de literatos como Dante, Boccaccio o Maquiavelo.
No he podido resistirme a trasladar ese espíritu creativo a Tomelloso al contemplar la Toscana Manchega, pensando en artistas como Francisco Carretero, Antonio López Torres o Antonio López García, así como en paisajistas posteriores como Ángel Pintado o Fermín García Sevilla. Pero, además de los paisajistas, también están Marcelo Grande, Pepe Carretero, José Ramón Jiménez o Caroline Culubret, entre muchos otros. También debemos recordar a Eladio Cabañero, Francisco Martínez Ramírez, Francisco García Pavón, Félix Grande, Juan Torres Grueso o Dionisio Cañas, y a muchos más. Creo que nuestro paisaje horizontal, minimalista y místico, es una mezcla de arraigo en la tierra y deseo onírico de volar hacia esos inmensos cielos que nos incitan.
Al final del verano llega la vendimia. Todos los años, por esas fechas, me embarga la nostalgia recordando otros tiempos en los que las calles se impregnaban de olores a mosto y su posterior fermentación. En Tomelloso y los pueblos de alrededor había una bodega en cada casa. Recuerdo mi niñez en la bodega de mi abuelo, donde se llenaban pacientemente las tinajas de barro y de cemento, mientras los peones extraían los últimos mostos con la prensa manual. Luego, en casa, hacíamos arrope y mostillo.
Ese tiempo ya se acabó. Hoy hay menos bodegas, pero mucho más grandes, y están en el extrarradio. Los olores ya son imperceptibles y nadie tiene la sensación de que estamos en vendimia. Antes, muchos aprovechábamos para vendimiar y ganar algo de dinero para los estudios o para comprarnos una moto; ahora se vendimia con máquinas. Todo ha cambiado. Nuestra cultura, marcada por los ciclos anuales que dictaba la vendimia, ha desaparecido de alguna manera, porque la vendimia sin los olores a mosto es demasiado aséptica y antinatural. Son otros tiempos, no necesariamente mejores, pero sí más puros.
No obstante, esta tierra y su paisaje seguirán produciendo arte, también en forma de vino después de la vendimia. A las tradicionales variedades de uvas locales se han unido otras foráneas como Sauvignon blanc, Chardonnay, Verdejo, Cabernet Sauvignon, Merlot, Syrah, etc., ya que nuestro suelo y clima son aptos para todas ellas. Estos vinos se exportarán a todo el mundo, aunque en muchos casos lo harán en botellas de otras denominaciones de origen. Pero, a pesar de ello, seguirán siendo producto de nuestro «océano verde», y, al igual que el vino, exportaremos arte a todo el mundo, porque nuestros horizontes infinitos nos llaman a buscar otras tierras.
Todos estos argumentos son solo ensoñaciones de un manchego nacido en una tierra dura, de gente trabajadora, arraigada e individualista. Esos labradores que, seguramente, cuando están en mitad de sus tierras y miran al cielo, se sienten como un marinero en mitad del mar, con el horizonte y el cielo como únicas referencias, soñando quizá con otras tierras lejanas más allá de la línea del horizonte. La Mancha es también un océano, y nosotros vivimos en mitad del «Mar de Viñas».
Gracias Manuel por este reportaje y estas fotos son preciosas me traen grandes recuerdos de vendimia.