Un año después volvemos a ver la vendimia de Felipe Jareño. La cuadrilla del hermano Jaula está más contenta que unas pascuas esta mañana, pues les quedaba apenas media hora para terminar, para traerse la cruz.
Esta vez les hemos cogido en El Tronco y si nos descuidamos habían terminado. Signo de estos tiempos: el 20 de septiembre y las uvas en el pueblo. Nos cuentan que han sido una docena de días de calor, de un calor insoportable algunas veces, pero llevado con alegría, ¿qué van a hacer? Uno de los vendimiadores, más largo que un día sin pan, confiesa que lo peor es el dolor de riñones, más que el calor, dice.
Felipe nos organiza unos racimos, dorados, sanísimos; hermosos. Como presente por interesarnos por su pequeña vendimia. Una recolección tradicional, familiar, todavía con alegría y chascarrillos. El abuelo sube a bordo del tractor y se va a llevar las uvas al “grupo”, orgulloso y contento del carguío tan hermoso. Los nietos y la nuera, felices por haber acabado, recogen las cuatro cosas que tenía en el corte y se vuelven al pueblo en el coche.
—No conozco la alegría de recibir el Premio Nobel o ganar la Copa del Mundo, ni a lo mejor la voy a sentir nunca… Pero deben ser menores que la de terminar la vendimia. —dice el más largo que un día sin pan
Extrañamente no hemos visto moscas.
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