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martes, 5 noviembre
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¿Otra vez las lenguas?

Formulo la pregunta con la intención de referirme al debate que sobre el uso de las distintas lenguas del estado se ha abierto de nuevo, esta vez a cuenta de la propuesta de reforma exprés del Reglamento del Congreso de los Diputados que ha presentado el PSOE junto a Sumar y al resto de partidos de vocación nacionalista.

La discusión, más bien la gresca, viene de parte de aquellos y aquellas que se empeñan en mantener, con no poca tozudez, la prevalencia del monolingüismo al amparo de una supuesta eficacia, en términos economicistas, y de una preclara autoridad reglamentista que en el fondo enmascara el miedo al sarpullido que les pueda suponer el reconocimiento de la diversidad.

Son los lodos que venimos padeciendo dadas las tensiones centro-periferia no bien resueltas que algunos han venido utilizando para discutir sobre dónde reside la esencia de nuestro país y cuál es la lengua que nos representa; sin tomar en consideración que en este mundo globalizado en el que nos encontramos, nosotros también somos periferia y además Sur de esa entidad llamada Europa. Ente igualmente arbitrario que toma sentido por convención.

Del mismo modo podríamos referirnos a la lengua, las lenguas. Mientras que el lenguaje es un universal biológico, estas son arbitrarias y, en consecuencia, solo resultan inteligibles mediante los conciertos sociales y culturales de cada comunidad de usuarios de una determinada lengua. Paradójicamente, se vuelven transparentes por pura convencionalidad.

Puede que esto resuene a saussureano y ontológico, pero lo que trato de explicar es que mientras el lenguaje es un absoluto de naturaleza biológica, la lengua, las lenguas, son de índole social, por lo tanto diversas, pero que deben ser usadas mediante actos singulares de corte individual e identitario.

De hecho, es la lengua, las lenguas, de entre todas las pertenencias que una persona atesora, las que configuran de forma más significativa nuestra identidad. Como nos relata Amin Malouf en su libro Identidades asesinas, persisten los que de tan estrechos, excluyentes y simplistas reducen toda identidad a una sola pertenencia; ignorando o despreciando que estamos hechos de identidades complejas, somos producto de múltiples pertenencias.

Tomadas por separado contribuyen a una suerte de hermanamiento con el resto por inclusión o por exclusión, y nos van condicionando según las circunstancias, ya sean geográficas, temporales o contextuales. En la práctica, no se toma conciencia de lo relativo que son dichas pertenencias hasta que no se ponen en contraste con las de otros. Por ejemplo, no se produce de igual modo la conciencia lingüística si solo nos desenvolvemos en contextos monolingües que si lo hacemos en entornos plurilingües, en situaciones comunicativas en las que se activan patrones interlingüísticos, donde el juego de la diversidad no implica jerarquías, imposición o amenaza.

Son pertenencias que no nos llegan de una vez, sino que se van construyendo al paso de nuestras experiencias vitales, inmersos en una lucha entre apropiaciones y renuncias, y, como las lenguas, nos hacen al mismo tiempo mutación incesante e inmutabilidad, curiosas dicotomías. Fijeza para hacer posible la interacción, la inteligibilidad; pero también convención mutable, cambiante, aún a riesgo de lo inestable y lo incierto.

Es por eso que los que nos hemos ido haciendo explorando territorios fronterizos, periféricos, en los que hemos vivido más incertidumbres y menos certezas, entendemos que la lengua, las lenguas son vehículo, enlace y puente, patrimonio de todos y de todas que debemos defender en beneficio común. La mejor manera de hacerlo no es retirándolas a los libros y a los museos o confinándolas en los territorios, sino usándolas en todo los ámbitos; al fin y al cabo, la lengua, las lenguas, dejan de ser una abstracción, de ser potenciales, cuando se manifiestan en actos comunicativos concretos de los hablantes, a los que tienen derecho por naturaleza.

Escuchar a nuestros representantes en gallego o catalán no nos hace menos españoles ni atenta contra nuestra identidad, por el contrario nos dota de más herramientas para entender mejor el sentido de la construcción europea, que se apoya, precisamente, en el reconocimiento de la diversidad de lenguas y culturas; nos dispone mejor para vivir y convivir en un mundo globalizado, a la vez que más polarizado, virtualizado y vertiginoso. De no ser así estaremos condenados a una existencia limitante y “aldeana”.

En definitiva, si todo eso pasa por desanclar los reglamentos de la tradición, por cambiarlos, hágase; en beneficio de la lengua, de las lenguas, de cuya riqueza nos sentimos muy afortunados.

Luis Miguel Miñarro López es maestro, antropólogo social y doctor en investigación en humanidades, artes y educación (Estudios filológicos)

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