Digitalizar, verbo moderno donde los haya, es una de esas locuciones que vienen con su propia frontera de fábrica. Y es que tras de ella, se parapetan, desprovistos de vergüenza torera, adeptos y detractores, a igual cantidad. Sería más fácil si sólo encontráramos críticos, pero el mundo es como es y todos hemos estado, alguna que otra vez, ocupando trincheras.
Una cosa es cierta: digitalizar, bien, es difícil. Se trata de lograr que los inmovilistas den su brazo a torcer, reconociendo utilidades, y, al mismo tiempo, que los entusiastas no lo echen todo a perder. Entretanto, he aquí lo importante, las rutinas de nuestro día a día deben mejorar sin que nos demos cuenta. Ahí es nada.
Ocurre cuando se ha sabido enseñar a usar un certificado digital y, además, sirve para algo, ahorrándonos tiempo y energía. Cuando nos comunicamos más rápido, con resultado final satisfactorio, o al matricularnos en los estudios de grado de una universidad a cuatrocientos kilómetros de distancia. También, si reservamos un aula informática para nuestro taller de finanzas o agilizamos la recogida del hijo en el instituto, antes de su cita médica, esta última notificada al móvil con precisión de cirujano. Lograr que cualquier cliente te encuentre rápidamente o que los proveedores facturen con seguridad también es digitalizar.
Digitalizar, por tanto, no es dividir sino crear procesos sencillos de entender, operar y manejar por cualquiera, que hacen posible seguir atendiendo a las personas en espacios cada vez más complejos. No es usar un móvil, llevar el portátil al café o presentar unas diapositivas en el cañón. Justamente por eso es tan complicado.