En una entrevista con Risto Mejide, Alaska dijo: «Nos gustan las personas que dicen las cosas con vehemencia solo cuando dicen las cosas que a nosotros nos gustan». Recordé esta reflexión, tan simple como cierta, estos días a cuenta de la famosa crispación. Durante las últimas semanas el debate político se ha exacerbado en el exabrupto, el griterío y hasta el insulto. Se ha escuchado de todo en el Congreso. Lo curioso es la reacción de unos y otros. La alarma selectiva: solo es ofensivo aquello que me ofende a mí, solo es crispación lo que me crispe a mí. Uñas de acero y piel de mantequilla.
A mí, que soy de Ciudadanos, en las redes sociales me han llamado roja, facha, traidora a la Patria, blanqueadora de fascistas, blanqueadora de comunistas, etcétera. Todo depende del cristal con qué se mira, claro. No me quejo. Lo malo es cuando la miopía del hincha tuitero se cuela en el Parlamento. Por dos razones. La primera, porque las instituciones merecen respeto y decoro por parte de quienes representan en ellas a la ciudadanía. La segunda, quizá más importante aún, es porque la bronca a menudo orilla el debate sereno y necesario sobre los asuntos que realmente son importantes.
Sería absurdo negar que, en mayor o menor medida, todos hemos contribuido. Yo misma me habría podido ahorrar alguna expresión excesivamente agresiva. Sin embargo, es justo reconocer que los partidos más radicales, de izquierda, de derecha y separatistas, han sido los que de manera determinante han degradado el ecosistema parlamentario. Podemos y Vox han elevado la temperatura verbal y han convertido en habitual la performance y la bulla. Seguramente porque así entienden la política. No hay más que ver los canales de apoyo a estos dos partidos en YouTube, con vídeos titulados, en una trinchera, «Irene Montero representa el mal» o «Diputado de Vox destroza a periodista progre» y, en la otra, «Los medios apuntan, la ultraderecha dispara» o «Mafia y terraplanistas» con foto de Feijóo y Abascal.
En este contexto sorprende y conmueve asistir a escenas como la protagonizada hace unos días por Meritxel Batet y Adolfo Suárez Illana. Una presidenta del Congreso, socialista, despidiendo con elegancia y respeto a un diputado del PP que se retira de la política. Elogios sinceros y abrazo emocionado. El episodio nos demostró que otra manera de entender la política es posible todavía. No es que haya que convertir la Cámara baja en una casita de muñecas, pero el debate, aun cuando se desarrolla con apasionamiento, debe estar siempre enmarcado en un contexto de respeto personal.
A nadie se le escapa que hoy sería impensable un acuerdo amplio como el que hace cuarenta y cuatro años hizo posible pasar de la dictadura a la democracia y parir una Constitución como la nuestra, una ley de leyes progresista en derechos y libertades desde la garantía de la unidad nacional y la solidaridad entre comunidades autónomas. Es oportuno resaltar aquí, y lo digo con profunda decepción, que uno de los partidos que más remaron para ello, el PSOE, haya puesto la gobernabilidad de España y el dictado de las leyes en manos de separatistas y radicales, enemigos abiertos del texto constitucional.
Yo sí quiero reivindicar la Constitución. Somos muchos los que, de corazón, añoramos el espíritu del 78. Cuando España ofreció su mejor versión, fue posible el consenso. Y ésta no es una posición naif, ni simplista ni demagógica. Todo lo contrario. De hecho, la apertura a los grandes acuerdos es la opción más sofisticada y políticamente más madura, desde luego la más interesante en términos de eficacia para quienes entendemos la gestión pública como una herramienta de transformación social y un motor de avances efectivos. Quedan pendientes grandes reformas en ámbitos clave como la educación, la sostenibilidad de las pensiones, el fomento de la natalidad, la sanidad, la ciencia, el medio ambiente. Y esas reformas sólo serán posibles mediante amplios acuerdos que en ningún caso podrán llegar de la mano de los extremos, la peor expresión de esa política de bloques enfrentados que se jalea a menudo, también hay que decirlo, desde tribunas y tertulias.
Bajar el volumen de la bronca y elevar el de las propuestas y las soluciones es tarea de todos. Medios de comunicación, votantes y sobre todo políticos debemos decidir si queremos seguir alimentando la hoguera de la gresca improductiva o si queremos apostar, de verdad, por un entorno político de debate maduro y búsqueda de soluciones. Con menos zascas y más pactos de Estado. No se trata del consenso por el consenso, sino como medio para construir mayorías que activen los cambios que España, Castilla-La Mancha y nuestros municipios necesitan. Porque es mucho lo que podemos construir. Porque nuestros hijos y nietos se merecen que ahora, cuarenta y cuatro años después, renovemos el ímpetu democrático y el pragmatismo que desde la pluralidad y el respeto hizo posible la Constitución que hoy celebramos.