Las experiencias de la gente común en el sistema educativo pueden constituir formas de investigación social de gran valor. En el curso de nuestra investigación sobre la inclusión en la escuela, nos preocupa(ba) saber si en el sistema educativo de nuestro país hay sitio para todos los niños y niñas. De todo lo que oímos, nos cautivó especialmente lo que nos contó el alumnado. Aunque apenas es escuchado para la transformación de políticas y prácticas, la voz del alumnado se antoja fundamental para hacer propuestas inclusivas radicales.
Para posibilitar a través del diálogo un compromiso con el respeto a la diversidad humana, quisimos contar con estudiantes muy distintos entre sí y poder tener una buena representación de la diversidad de nuestra sociedad. Pusimos especial interés en los más vulnerables, que a menudo quedan silenciados y excluidos en las escuelas. La forma de proceder debía provocar la participación de cada uno de los integrantes. El grupo no tendría sentido si no conseguíamos que todos y todas se sintieran parte importante del mismo. Es decir, la metodología tenía que ser inclusiva.
Conformamos nuestro grupo con 16 jóvenes de entre 12 y 19 años dispuestos a ayudar a otros estudiantes a mejorar sus propias escuelas. Teníamos un reto por delante: crear una guía para hacer de las escuelas lugares inclusivos. Un trabajo diseñado por estudiantes y dirigido a estudiantes. ¿Quién mejor que ellos y ellas para saber lo que realmente necesita la escuela?
Experiencias compartidas
Así fue como empezamos a analizar el sistema educativo, siempre desde sus experiencias tan generosamente compartidas con el grupo. Era la entrega personal a la construcción social: la experiencia de cada cual al servicio del bien común. Fueron revisando temas, abordándolos desde las emociones, compartiendo alegrías y miserias, lecturas y propuestas, saberes, ignorancias e incertidumbres.
Nos enseñaron los límites de lo que se permite pensar, de lo que es legítimo plantear y de lo que es pecado imaginar. A través de sus historias, nos asomamos a realidades que malviven en la escuela de la meritocracia, donde se esconde, se aparta y se expulsa a quienes tienen la capacidad de poner en evidencia su funcionamiento.
Barreras y soledad
Durante aquellos encuentros nadie tuvo que hablar de la categoría por la cual encontraba barreras en la escuela. Nadie habló de algo particular que le hiciera diferente al resto. No hizo falta. Simplemente estaban. Nadie era más que nadie, y sin embargo todos eran mejores con los demás. Y eso tampoco hubo que explicárselo, lo aprendieron estando juntos. Se puede decir que se constituyó un grupo inclusivo, generado por la heterogeneidad del mismo, pero también por la forma en que se fueron construyendo las relaciones dentro de él.
Las reuniones eran cada vez más interesantes. De los protagonistas iban emergiendo los temas en los que consideraban que la escuela tenía que mejorar: la soledad a la que alguno se había enfrentado, la marginación, la segregación, la carga de deberes, el sistema de evaluación que se emplea, los castigos, el sentido de los exámenes, la incompatibilidad de estar enfermo y ser alumno, o el aburrimiento.
Escuchar sus propias voces
Por nuestra parte, y como investigadores, la labor era dejarnos llevar por sus discursos y debates, generando a partir de ellos propuestas para las siguientes sesiones. El análisis de cada encuentro nos permitía ir revisando los diferentes aspectos que constituyen las políticas, culturas y prácticas de sus escuelas, las relaciones sociales y la forma en que se organizan los procesos de enseñanza–aprendizaje. El hecho de saber que había un equipo de investigación escuchando atentamente lo que decían ofrecía cierto valor al trabajo del grupo, a la vez que les otorgaba mayor seguridad en sí mismos y en los demás.
Cada semana íbamos recopilando sus ideas y haciendo categorizaciones que les ayudaran a diseñar propuestas para el siguiente encuentro. Tratábamos así de facilitar aquellas conversaciones en las que las chicas y los chicos, sin saberlo, se estaban convirtiendo en los investigadores principales.
De esta forma, cuando las conversaciones dieron muestra de estar llegando a la saturación, terminamos los encuentros. Entonces les invitamos a analizar lo que habían hablado durante todas aquellas reuniones que habían quedado grabadas en vídeo. Para ese momento, sus palabras, que tantas veces habían sido ninguneadas en sus escuelas, se habían convertido en el texto que estudiar.
Estaban aprendiendo a reconocerse y a valorarse empezando a situar los problemas en las barreras que sus escuelas les ponen, y no en sus propios cuerpos. Esto, junto a tomar conciencia de que no están solos y que tienen capacidad para decidir sobre sus realidades, constituye el principal logro del proceso seguido.
Una guía sencilla y práctica
Así nació Cómo hacer inclusiva tu escuela, un trabajo en el que se ofrece una guía paso a paso para analizar la realidad, crear propuestas y ponerlas en práctica. Se trata de una Investigación Acción Participativa Juvenil. En este documento, la labor de los chicos y chicas se pone en relación con las evidencias científicas internacionales sobre educación inclusiva.
El resultado es un texto muy sencillo y práctico, que hace del diálogo y la participación su mayor herramienta. Estos estudiantes, a menudo invisibilizados en sus escuelas, ya han empezado a transformar el sistema.
Luz del Valle Mojtar Mendieta, Profesora del Departamento de Teoría e Historia de la Educación y M.I.D.E., Universidad de Málaga; Florencio Cabello Fernández-Delgado, Profesor del Dpto. de Comunicación Audiovisual y Publicidad, Universidad de Málaga y Ignacio Calderón Almendros, Profesor Titular del Departamento de Teoría e Historia de la Educación y M.I.D.E., Universidad de Málaga.