Cuando el presente parece que se resquebraja o amenaza con derrumbarse, anhelamos encontrar respuestas rotundas, verdades evidentes, e ideas irrefutables, que nos sirvan de cimiento sólido sobre el que reconstruir.
En esos momentos de incertidumbre, lo primero que hacemos es echar la vista atrás; miramos con melancolía los tiempos pasados, y si no hacemos nada al respecto, lo más normal es que nuestros pensamientos tiendan a orbitar alrededor de nuestros fallos y de nuestras caídas. Sin embargo, lo más productivo, aunque también lo más difícil, es recordar cuantas veces nos volvimos a levantar.
La historia de la humanidad está marcada por nuestro espíritu de superación ante toda clase de adversidades, y de manera más sorprendente, que, a pesar del sufrimiento, hemos robustecido nuestros valores cívicos ya que nuestra mayor virtud siempre ha sido la de transformar cada desafío en una oportunidad para resolver, crecer y mejorar.
Por supuesto que en lo más concreto, nuestra historia puede llegar a ser incluso más confusa e incierta que nuestro presente – ni siquiera hoy, que es el día mundial de las ciudades, nos pondríamos de acuerdo en si la primera ciudad del mundo fue Uruk o Eridu, ambas (posiblemente) fundadas alrededor del 5300 antes de Cristo; es más, habrá quienes mientras leen estas líneas sacudan la cabeza en el convencimiento de que en realidad es Waset (más conocida por su nombre griego Tebas) la más antigua porque, a pesar de que sea más joven que sus primas sumerias de la Baja Mesopotamia, sigue siendo una ciudad en la actualidad.
En cualquier caso, lo más característico de estas ciudades, a diferencia de los asentamientos, no solamente fue su número de habitantes, sino el porqué de su ordenación. Estas ciudades se construyeron alrededor de lugares sagrados, así como de edificaciones administrativas y políticas; detrás de cada ladrillo o piedra encontramos la idea de compartir espacio, de la corresponsabilidad, de un sentimiento de pertenencia colectiva.
Más allá de las diferencias o de los matices, podemos hallar en el trazo grueso de la historia, una importante lección: la unión, la participación, y la colaboración de la ciudadanía en su conjunto nos ofrece los mejores espacios (tanto físicos como normativos) en los que convivir.
En nuestras raíces latinas esto es aún más evidente; si nos fijamos en el origen etimológico de la palabra ciudad, encontramos una belleza que rivaliza a la arquitectónica o a la paisajística, y la vez una fortaleza que supera la durabilidad de cualquier material: ‘civitatem’, proviene de ‘civis’, es decir, la ciudad proviene de un conjunto de ciudadanos, y no al revés.
No es la condición de vivir en una ciudad la que otorga la ciudadanía. Es nuestra condición como ciudadanos/as la que da forma a la ciudad y nos lleva a perseguir unos objetivos comunes que, sin ponerle límites al techo de la libertad del individuo, lo que garanticen es elevar el suelo mínimo de oportunidades y de dignidad del conjunto de la sociedad. Tan importantes son los proyectos vitales de las personas que viven en nuestros pueblos como en nuestras ciudades. Por ello, las medidas que se pongan en marcha no deben ofrecer soluciones a unos a costa de otros.
Por encima de todo, lo que más importa son las personas. Hasta el punto de que el estatus de ciudad ha sido en la historia el reconocimiento de algún hecho singular en el que la población había participado activamente. Si todavía el rango de ciudad se otorgara por este mecanismo, el ejemplar y singular comportamiento de la ciudadanía española en esta crisis, bien es merecedora de que hasta la última aldea hubiera sido reconocida como ciudad. Una vez más estamos demostrando que en el corazón de las ciudades nos encontramos las personas, y de manera especialmente paradójica cuando toda nuestra responsabilidad, empatía, y sentido de la comunidad, está siendo materializada en un doloroso y difícil confinamiento y distanciamiento social.
Esta crisis que estamos viviendo nos lleva a reflexionar sobre el futuro de nuestras ciudades desde un nuevo prisma. No solamente debemos resolver los problemas estructurales o existentes antes de la pandemia, también debemos incorporar lo que hemos aprendido en estos meses tan complicados. Afortunadamente, la mejor habilidad de los seres humanos es nuestra capacidad de adaptación.
Desde el Gobierno regional de Emiliano García-Page aceptamos el reto de establecer las bases del nuevo modelo de urbanismo: haciendo un uso racional del suelo en pos de su conservación y protección; evitando la dispersión urbana y revitalizando la ciudad existente; previniendo y reduciendo los efectos del cambio climático; haciendo una gestión sostenible de los recursos y favoreciendo la economía circular; promoviendo la proximidad y la movilidad sostenible; fomentando la cohesión social y la equidad, garantizando el acceso a una vivienda digna y adecuada; impulsado la innovación digital y el tránsito a un consumo energético derivado de fuentes renovables; y mejorando los instrumentos de intervención y de gobernanza.
Todo ello teniendo siempre presente la igualdad de oportunidades, la inclusión, y la cohesión, en definitiva, la humanización de la normativa. El urbanismo no piensa en el adoquín, piensa en las personas: sirve para hacer ciudades tanto para niños y niñas como para nuestros mayores, pretende mejorar la accesibilidad universal, y se renueva para diseñar espacios públicos también desde la perspectiva de género.
En el día mundial de las ciudades, pero no solamente este día, recordemos que, a pesar de todas las adversidades, lo que nos ha hecho progresar siempre, es esforzarnos en buscar la moderación del encuentro y no la radicalidad de la colisión o de la separación; tenemos vocación de ser parte de la solución y no del problema, y el convencimiento de que frente al egoísmo debe primar la convivencia y el bienestar de las de todas las personas.