¡Qué poco hemos cambiado las personas de posturas corporales ante los acontecimientos que nos asombran!
Bueno, sí hemos cambiado. Nuestro instinto, creo, porque no es un acto reflexivo, nos arrastra a agarrar el móvil (el celular para otros) y grabar todo lo que esté sucediendo o llamando nuestra tención en vez de disfrutarlo.
Poniendo entre paréntesis esta moda de utilizar la memoria electrónica más que la humana, quiero pararme a observar lo que al comienzo decía.
Este domingo celebramos la fiesta conmemoradora de la segunda parte del triunfo de Jesús, me refiero a la Ascensión. La primera la conocemos como Resurrección. Tanto una como otra nos paran a reconocer que el Señor “ha superado con éxito”, diríamos hoy, la tragedia del sufrimiento y de la muerte, y ha hecho una apuesta radical por la vida. Tanto Resurrección como Ascensión son expresiones de algo mucho más profundo y experiencial de los primeros seguidores y seguidoras, que también las había y desde el principio, de Jesucristo.
Celebramos aquello que es la razón vital de tantas personas que al contacto con Él, no solo cambiaron, sino que transformaron sus vidas hasta utilizarlas como testimonio respaldante de que era cierto lo que habían visto y oído.
En el texto de Mateo, evangelio del domingo (Mt. 28,16-20), nos comenta el evangelista la postura de los que rodean a Jesús: “se quedan mirando al cielo”. O sea atónitos, alelados, con pena, desesperación, abandono, defraudados…, de nuevo la sensación de haber fracasado. La misma sensación que sentimos cuando se hunde el castillo de naipes, que habíamos forjado para nuestra vida. Con la boca abierta esperando…, ¿esperando qué?. Que volviera el Señor a solucionarles sus ilusiones defraudadas de un reino donde ellos regirían los primeros puestos.
Necesitan a alguien que les recuerde para qué y por qué el Señor convivió con ellos y fue tallando sus almas con la necesidad del cariño y el perdón.
Es necesario caer en la cuenta de lo dicho en el texto citado anteriormente: “Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para consagrárselos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo”.
O sea traduciendo: Que debéis ir por todas las calles del mundo, de este, del primer mundo o del tercero (si acaso con más intensidad de éste) y del que sea, durante toda la vida, no la vuestra, sino durante la vida de las personas gritando con la garganta y con los hechos que Dios no castiga, ni tiene ejércitos, ni anillos, trajes relucientes, ni vive en palacios, ni utiliza las religiones para aumentar sus adictos, ni para matar a los infieles.
Que los nuevos discípulos no son para llenar iglesias, ni para vuestro orgullo de predicadores, sino para que cada persona tenga en su corazón el convencimiento de la ternura de Papá-Dios. Debéis convencerlos de que Dios los ama como una mamá a su bebé. Que eso sea clave, aunque luego no vayan a misa. Convidadlos a celebrar la Eucaristía como Fiesta, donde hay risas y abrazos y perdón y cariño y comprensión y participación en lo que es realmente la Vida y el estilo de vivencia del Resucitado. “Donde se come el Pan y bebe el Vino sin leyes ni condenas” decía Catalapiedra en la canción: “La Casa de mi Amigo”
Que habléis al corazón de las gentes, no a la cabeza solamente. No las abruméis con razonamientos teológicos sumamente brillantes, para eso ya están los maestros de la Ley inculcadores de cumplimientos y miedos. Se trata de acariciar, de mirar a los ojos, de prestar tus manos para que se laven o coman o se enjuguen las lágrimas. Que quieran sonreír cuando os vean.
Que les enseñéis y estéis con ellos para no dejarse pisar por los poderosos mandamases. Que sepan plantar cara e incluso altiva, o de disgusto como hace Francisco –el Papa- cuando lo visitan por compromiso protocolario los rimbombantes estirados jefes de las naciones.
Que no los afrentéis por sus errores, ni les gritéis desde los púlpitos de piedra, no siguen a ningún maestro ideologizados. Mostradles vosotros perdonando a perdonar, igual que hizo El Señor Jesús durante toda su vida. Si es posible mejor una sonrisa que un reproche, un beso y un abrazo que una mirada de ira. De sobra sabéis que no se van a condenar… es mucho Padre nuestro Abba como para untarlos de azufre.
Y sobre todo no olvidéis que “yo estoy con vosotros cada día”, no como promesa, sino como realidad. Cada día; hoy, mañana, pasado, y el otro, y el siguiente, todos y cada uno de los días. Pero por favor sabed distinguir, no me confundáis. No me encontraréis si miráis solo al cielo, debéis mirar al lado y al frente y a la espalda y alrededor; estoy codo con codo con cada uno cada día.
Para distinguir al Señor Resucitado y Ascendido sin necesidad de teologías ni exégesis grabadas con el “nihil obstat”, estos versos tomados del poema “Los Nadies” de Eduardo Galeano nos prestan sus ojos.
“Los nadies: los hijos de nadie,
los dueños de nada.
Que no tienen cara, sino brazos
Que no tienen nombre, sino número
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata
Los nadies: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Ellos serán los primeros,
irán vestidos de fiesta,
bailarán ya sin cadenas
y habrá un gran pan en su cesta.
Ellas serán ellos y ellas,
los primeros de la fiesta.”