Que las personas maduramos asumiendo responsabilidades, es un hecho difícilmente discutible. De la misma manera que parece difícilmente defendible un modelo de educación que no posibilite una madurez progresiva.
En educación, las posiciones radicales e inamovibles provocan que “los árboles no nos dejen ver el bosque”. Por ello, es aconsejable ocupar posturas más reflexivas y menos pasionales, que nos permitan darnos cuenta de que el sentido común nos debe guiar en una labor, la de la educación, que es de todos, y en la que parece que no sobra que nos sentemos a hablar para redefinir los papeles de cada uno. De este modo, una vez reasignadas las funciones, será más fácil que nos coordinemos, como parece lógico, en la obtención de una meta a la que tendemos todos y de la que depende, en buena medida, nuestro futuro.
La polémica suscitada en estos días acerca de las tareas escolares parece asentada sobre un planteamiento, cuando menos, revisable: proponer una disyuntiva entre deberes sí o deberes no es algo equivalente a elegir entre madurez e inmadurez. Las tareas que los docentes encomiendan al alumnado para ser realizadas en casa responden a la necesidad de infundir, desde edades tempranas, hábitos de trabajo sin los cuales no es que la educación se resienta, sino que, sencillamente, no puede haber educación. Si planteamos una metodología educativa de espaldas a la idea de que los alumnos y alumnas no asuman la responsabilidad de ocuparse de determinadas tareas, y si evitamos que se ejerciten de tal manera que puedan ganar una cierta autonomía paulatina, ¿cómo conseguiremos que los niños de hoy sean ciudadanos responsables mañana?
Cuando hablamos de tareas que deben realizarse en el ámbito doméstico, nos estamos refiriendo, en la mayor parte de los casos, a labores instrumentales, es decir, procedimientos que permiten a los estudiantes contar con las herramientas que les abren el camino hacia la mayor parte de los campos del saber: la lectura, la búsqueda de la información, el tratamiento de esa información de tal manera que se aprenda a separar lo esencial de lo accesorio, el manejo eficiente de los dispositivos tecnológicos que brindan esa información, la realización de operaciones lógico-matemáticas…, son tareas que no pueden sustituirse por ninguna otra y que, de no realizarse, impiden el desarrollo personal y se convierten en una barrera insalvable para las oportunidades de formación intelectual, ética y emocional.
Por tanto, es posible que convenga variar un poco el foco del debate. Si partimos de afirmar que quien más y mejor conoce la educación son los docentes, tal vez convenga darles la oportunidad de que ejerzan su labor en un marco de respeto y de apoyo, puesto que su pretensión, como la de todos, es el éxito educativo.
Es recomendable desechar la idea, demasiado extendida, de que las tareas destinadas a realizarse en casa sustituyen la labor de los propios docentes, (por el contrario, lo que consiguen, es completar su labor). Aceptar esto, implica, de manera indirecta, despejar una duda muy extendida, que, en muchos casos, es una tesis igualmente discutible: no se espera de los padres y madres que realicen, en casa, la labor que los docentes realizan en el aula; se trata, únicamente, de que las familias supervisen que los estudiantes a su cargo cumplen con su obligación.
Existen modelos de buenas prácticas en tareas escolares fuera del horario lectivo. Pondré solo un ejemplo: en el caso de que por una deficiente coordinación entre los docentes se produjera acumulación o exceso de tareas, hay un método sencillo que se basa en que cada profesor vaya señalando en un rincón de la pizarra los ejercicios recomendados, de tal manera que, al final de la jornada, puedan valorarse los mismos en su
conjunto. Invitaría a los docentes a caminar en esa dirección.
En todo caso, parece que una de las peores maneras de resolver una discrepancia es intentar imponer nuestro propio criterio con medidas de presión en sustitución del diálogo, la razón y la persuasión, de la misma manera que parece poco educativo invitar a la desobediencia y al enfrentamiento frente a aquellos cuya misión es ayudar a extraer lo mejor de nuestros hijos.
Es sano y deseable discutir sobre educación; por eso, cualquier parecer no compartido debe ser un estímulo para un diálogo que aporte mejoras a nuestro sistema. Pensemos que cada centro posee un órgano, el Consejo Escolar, donde todas las comunidades educativas están convocadas para lograr este cometido.
Si alguna discrepancia surgiera, porque también los docentes podemos equivocarnos o no acertar en un momento determinado, para eso está ese “espacio de encuentro” que es el Consejo Escolar de centro. Ahí es donde podemos y debemos hablar de derechos y deberes, de todo aquello que afecta al proyecto educativo del centro, y, también, de “los deberes”, que en ningún caso son un castigo ni pretenden sustituir la labor del docente en el aula, sino que tienen la función clara de fomentar, acorde a la edad y al nivel educativo, hábitos de trabajo necesarios para el futuro.
Ángel Felpeto Enríquez
Consejero de Educación, Cultura y Deportes