A lo largo de la historia de Roma el matrimonio, sobre todo entre las clases aristocráticas, fue un aspecto muy importante de la vida pública. En muchos, en la mayoría de los casos, lo de menos era el amor o que la pareja se gustase. La verdadera importancia de estos enlaces era el prestigio de las familias y las alianzas políticas. Sin embargo ello no impedía que se celebrase una emotiva ceremonia para festejar la unión.
La edad para contraer matrimonio variaba en las chicas, y oscilaba entre los doce y los dieciséis años, mientras que para los varones la edad media era los dieciocho, aunque en ocasiones, los que aspiraban a ser senadores, se esperaban a ocupar su primera magistratura, en torno a los veinticuatro años.
Había varias formas de enlace aunque la mayoría cayeron en desuso con el fin de la República. La celebración más común durante el Imperio guardaba algunas similitudes con las bodas actuales, como la entrega de anillos o la pronunciación de una pequeña fórmula. Sin embargo la ceremonia de casamiento como tal no era ninguna obligación, ya que el enlace propiamente dicho no era más que una especie de alianza entre dos familias.
La noche antes de la boda la novia se recogía el pelo con una redecilla de color rojo o anaranjado. Al día siguiente, de acuerdo a las costumbres, se la vestía para ocasión. El atuendo consistía en una sencilla túnica recta de color blanco que se sujetaba mediante un cinturón con dos nudos, llamado cingulum herculeum. Encima de la túnica, la novia se ponía un gran manto conocido como palla, que normalmente era de color naranja o similar, a juego con las sandalias.
El peinado era similar al que lucían las sacerdotisas de Vesta y decorado además con cintas. La parte superior del rostro se cubría con un velo naranja y, por último, se le colocaba una corona, que por lo general estaba confeccionada con flores de naranjo.
Así vestida recibía al novio y, en compañía de las familias y amigos, se realizaba un sacrificio, por lo general de un cerdo. Tras ello, diez testigos, seleccionados entre los asistentes de las dos partes, procedían a poner su sello en el contrato matrimonial.
Un auspex examinaba las entrañas del animal sacrificado para certificar que los dioses estaban de acuerdo con el enlace, si encontraba algo extraño, la unión entre la pareja no era válida.
Si todo estaba bien, durante la ceremonia el novio hacía entrega a la novia de varios regalos, entre ellos un anillo, como recuerdo de un viejo ritual de entrega de arras. Colocaba el anillo en el dedo anular, que precisamente toma el nombre de este acto, el dedo annularius. Se escogía este dedo porque del mismo parte un nervio que conecta directamente con el corazón, según explicaba un médico de la época. Poner ahí el anillo de boda simbolizaba la unión y el amor de la pareja.
Tras ello la pareja pronunciaba una especia de fórmula para que sus vidas quedasen entrelazadas. La fórmula era la siguiente: “Ubi tu Gaius, ego Gaia” [Dónde tú Gayo, yo seré Gaya]
Después de esta ceremonia se celebraba una fiesta que solía prolongarse hasta el anochecer. El novio interpretaba entonces el secuestro de la novia arrancándola de los brazos de su madre y la llevaba por las calles en dirección a su casa, el nuevo hogar en el que ella residiría. Durante el trayecto iba acompañado por un pequeño cortejo musical y unos portadores de antorchas. También era común que les arrojasen nueces que simbolizaban una unión alegre y fecunda.
Toda la casa estaba engalanada para la ocasión y los acompañantes del marido, una especie de padrinos, hacían pasar a la joven en volandas para evitar que sus pies tocasen el suelo de su nueva residencia. Ya dentro, el esposo ofrecía a su mujer fuego y agua y a continuación era guiada hasta el lecho nupcial. Una vez allí los invitados se retiraban y el marido procedía a desvestirla. Le quitaba el manto y le deshacía el nodus herculeus del cinturón que sujetaba la túnica. Después ocurría lo que suele llamarse…la noche de bodas.
Como vemos, la entrega de un anillo, la pronunciación de fórmulas o la presencia de padrinos y hasta de damas de honor en ocasiones, es bastante similar a las costumbres de las bodas actuales. Muchos de estos aspectos se mantuvieron a pesar de la llegada del cristianismo y se adaptaron para que fueran a favor de las creencias de la nueva religión.