En la noche del día 2 de noviembre de 1955, con cielo claro y estrellado pero muy fría por los rigores del cierzo, emocionado por los buenos consejos, abrazos y besos de toda la familia, tomaba asiento en un viejo y destartalado autocar que me trasladaría a la estación de ferrocarril más cercana para coger un tren mixto de largo recorrido que sobre la madrugada tenía parada obligatoria en dicha estación.
El viaje en autocar no fue cómodo, ya que excepto los primeros ocho o diez kilómetros de adoquinado, el resto, más que una carretera era un camino de tierra lleno de baches por el abundante tráfico de carruajes cargados de uva durante la vendimia recién terminada. Pero era igual, yo iba concentrado en si era acertada o no la decisión de emigrar a un lugar que no conocía y bastaba para no percibir la incomodidad del viaje.
Una vez llegados a la estación, entro en la sala de espera y veo que de otros pueblos de la comarca había cinco o seis personas esperando el mismo tren que habría de coger yo. Les doy las buenas noches y atizo la lumbre de la estufa de hierro que había en el centro de la sala, porque calor no hacía ni con la puerta cerrada y ninguno sabíamos a la hora que llegaría el tren. Yo me libraba del intenso frío de la noche, porque estaba con ropa de abrigo abotonada hasta el cuello y una bufanda de lana que me tapaba las orejas y la boca.
Después de esperar más de una hora llegó el largo y cansino tren echando vapores blanquecinos por entre las ruedas y un chorro de humo por la chimenea que lo envolvía hasta casi no distinguirlo. Una vez parado, sin soltar la maleta, subí por la puerta del vagón de pasajeros inmediatamente anterior al de correos que era el último, y aunque llevaba el billete preceptivo hasta Barcelona, por saturación de espacio, hube de acomodarme en la plataforma posterior del vagón hasta llegar a Valencia, donde añadieron una unidad para pasajeros y pude sentarme incluso colocar el equipaje y dormir un poco, hasta que se hizo de día.
—Usted a mí no me conoce —le dije a mi vecino de asiento— pero yo si le conozco a usted por las veces que he ido a comprar insecticida a su tienda para matar el «sapo» de las viñas cuando empiezan a brotar. A mi padre seguro que sí le conoce, porque nos dice que algunas mañanas se pasa a saludarle y le gusta charlar un rato con usted.
—¿Tu padre quién es? —inquirió con curiosidad
—Mi padre es caoba «el de las gafas».
—¡Pues claro que conozco! Él viene muchas mañanas que es cuando menos trabajo tengo en el despacho y a los dos nos gusta comentar nuestras peripecias en la guerra y pasamos muy buenos ratos. Los dos somos de la misma edad y coincidimos en el frente de Extremadura, él estuvo con los rojos y yo con los nacionales. Tu padre me cuenta que ejerció todo el tiempo de auxiliar sanitario ¡sin título! solo porque no le asustaba ver correr la sangre y le gustaba curar heridos. Así aprendió a limpiar heridas, colocar vendajes, también le gustaba poner inyecciones. En cambio yo, por torpe, la pasé en las trincheras hasta que me hirieron y acabé en el hospital, donde me cortaron la media pierna que me falta (se levanta la pata del pantalón para que lo viese) aunque con esta prótesis me desenvuelvo con muy escasa dificultad.
—Hombre, se le nota que cojea, pero con el pantalón y los zapatos, nadie diría que lleva esa pierna ortopédica.
—¿Y tú dónde vas? si puede saberse, claro.
—Cómo no. Yo voy a Barcelona, a ver si encuentro un trabajo con el que ganarme la vida, ya que en el pueblo conforme está siendo tratada la agricultura y la falta de mercados para comercializar los productos autóctonos, el futuro de las gentes que viven solo del trabajo en el campo, parece que no exista, o no se ve por ningún lado y en particular de los jornaleros.
—¿Has estado alguna vez en Barcelona? Te lo pregunto, porque ahora con tanta emigración, en las estaciones de ferrocarril y terminales de autobuses de manera especial, el gobierno tiene montados unos controles policiales para que a los inmigrantes sin documentación que acredite el motivo de su venida como, por ejemplo, un contrato de trabajo, les retengan incluso les conduzcan a las «misiones» en el estadio olímpico. Y si pasan unos días sin que nadie les reclame para trabajar, les retornan a su lugar de origen sin contemplaciones que valgan.
—Ese no será mi caso —le aclaro— porque yo vengo a casa de una familia en esta dirección (le muestro la tarjeta de visita) cuyo titular, como puede ver, es juez municipal y ellos fueron los que me animaron a venir a Barcelona. Y mientras encontramos un empleo que me convenga, ellos mismos me darán cobijo en su propia casa y trabajo en una Editorial de su propiedad..
—Así no tendrás problemas. Ya te diré yo en qué estación debes apearte, porque es la más próxima al domicilio que pone en la tarjeta de esos señores. No obstante, toma esta tarjeta mía con la dirección y el teléfono de mi empresa, por si te cuesta encontrar un trabajo que te guste y necesitaras algo que estuviese en nuestra mano.
—Muchas gracias, es usted muy amable. Intentaré mantenerme en contacto con usted y ya le contaré cómo me va.
Aquél señor catalán, con quién hice el viaje, por lo que hablamos durante todo el trayecto pude observar que no le hubiese importado llevarme a trabajar con él a su fábrica. Pero aunque me abría las puertas de su empresa, también entendía que yo tenía un compromiso con esa familia y lo tenía que cumplir.
Así que le hice alguna visita de cortesía a la fábrica y nuestra amistad se prolongó por mucho tiempo. Era un hombre mucho mayor que yo, sin hijos, y en mi última visita se me dijo que había fallecido. Han pasado mucho años desde entonces y aun le recuerdo con afecto. Era lo que se dice; un hombre bueno.