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lunes, 23 diciembre
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Al alba, por Andrés Cañas

Andrés Cañas nació en Tomelloso el 22 de septiembre de 1926 y residió en Barcelona desde 1955. Estaba laingectomizado por un cáncer. Fue profesor de erigmofonía (voz sin laringe) y estuvo comprometido en la lucha contra cáncer (área tabaquísmo). Autor del libro “Mi otra voz”  (Guía orientativa para laringectomizados), había publicado recientemente “Eran otros tiempos”. Falleció el pasado 15 de agosto.

Andrés colaboró con enTomelloso.com desde el primer momento. Publicamos un capítulo de su último libro. Sirva como nuestro modesto homenaje hacía una gran persona.

Al alba

En aquel lugar de La Mancha, del que habla don Miguel de Cervantes en su Quijote, el amanecer -ese intervalo que va desde la primera luz que marca el alba en el horizonte hasta la salida del sol- suele ser el momento del día a significar entre otros por su esplendor y extraordinaria belleza.

Solo el atardecer puede equipararse a su encanto. El resto del día, sea por el crudo frío en invierno, o el excesivo calor en verano, carece de trascendencia o significación que valga la pena destacar.

La llanura castellano-manchega, mayoritariamente cubierta de plantaciones de viñedos, olivos, sembrados de cereales y barbechos, humedales y amplias zonas de monte bajo a base de  romero, tomillo, salvia, esparto, retama y plagada de encinas, enebros y sabinas, ofrece, bajo la luz del alba, su aspecto más espectacular.

Torre de Gazate Airén

Por aquellos rústicos pagos, donde casi todo el mundo madruga para ir a trabajar, los labradores ya retirados de las duras tareas agrarias, tan acostumbrados desde siempre a saludar despiertos al lucero del alba, en verano solían salir a la puerta de sus casas a tomar el fresco de la mañana.

– Nada mejor –decían muchos de ellos- que respirar el aroma que el rocío deja a su paso y recrear la vista observando cómo en el horizonte comienza a amanecer en estos campos.

Aquellos veteranos labriegos, entrados en años y con la piel arrugada y reseca como el propio clima, gustaban de comentar las delicias del amplio paisaje, destacando la serenidad y la calma que ejercía de telón de fondo, para que los oídos disfruten con el traquetear de los carros -“cántico” se le llamaba a los  golpes entre el tope del eje contra las manguetas de las ruedas y el de los platillos de acero que se colocaban en el eje de las galeras- mezclado todo ese ruido con el sonido de los cencerros de algún rebaño de ovejas o cabras que salían a pastar,  el tintineo de las campanillas que lucían algunas yuntas en el collar de sus aparejos y el  “zapateado” de las herraduras de las caballerías contra el duro empedrado de las calles. Toda esa mezcla de sonidos producía una música de ambiente tan agradable, daba tan alto grado de regocijo, que alegraba el descanso del jubilado, igual que el comienzo de la jornada laboral, al mortal más afligido.

– ¡Buenos días, hermano Julián! –saludaron, al pasar por delante de su casa, unos vecinos cuando iban a trabajar-. Usted tomando el fresco de buena mañana, como buen madrugador.

– ¡Muy buenos días, nos dé Dios! –respondió él-. Sí, me salgo aquí a estas horas porque con la temperatura tan alta y el bochorno que está haciendo estas noches, en la cama no hay quién aguante. Y aquí, a estas horas, no es que esto sea el paraíso con aire acondicionado, ni mucho menos, pero se respira mejor y no se suda tanto.  Así que me levanto, me tomo mi café con unas gotas de aguardiente, lío mi cigarro y me salgo a fumar hasta que salga el sol y comience a calentar.  Y vosotros ¿dónde  vais tan temprano, si aún  falta mucho hasta que amanezca?

– Nosotros vamos al quiñón que tenemos detrás de la estación.  Aunque está cerca, madrugamos, porque estamos cogiendo los yeros y hay que arrancarlos antes de que el calor evapore la humedad del relente de la noche. Y es que se nos han pasado un poco, y al estar tan secos, usted sabe que cuando tiras de ellos se ordeña la mata y se desperdicia mucho grano.         

– Está claro. Si es por eso,  hacéis bien en madrugar y aprovechar la mañana. Así, cuando apriete el calor, como se espera que haga hoy,  la jornada  la tenéis echada.

– Ese es nuestro propósito y no otro.

– Yo me estoy aquí –como os he dicho- hasta que comience a dar el sol en la acera y se levanten las moscas.  Luego me meto en la casa, me refresco un poco la cara en un cubo con agua fresquita del pozo y  almuerzo.  Y como ya tengo el esparto en remojo, después de almorzar,  me siento en el porche con el botijo de agua al lado y, como ahí siempre corre algún airecillo,  me paso la mañana haciendo pleita.

– A usted le pasa igual que le pasaba a nuestro padre, que en paz descanse; que siempre encontraba algo que hacer, porque tampoco sabía estarse  quieto.  

– Puede que sea por eso, pero es que les había prometido a los muchachos hacer unas cuantas serillas[1] y un par de espuertas para la vendimia y las quisiera acabar antes de que llegue la feria. Y a esto ellos no me pueden ayudar, porque el esparto, a ninguno le dice nada.  Saben que el único que sabe hacer pleita y coserla es el abuelo, como me llaman todos cariñosamente.

– Ya, ya. Igual decía nuestro padre; que aunque no le precisara, siempre encontraba algo con qué entretenerse. Y eso que él, con la enfermedad que tuvo, la buena vida que esperaba darse una vez jubilado, no la pudo disfrutar. Todo el mundo sabe que se hizo todo lo que se pudo y mas por curarlo, pero  desde que lo operaron la segunda vez ya no levantó cabeza, como suele decirse. De ahí que de la noche a la mañana, cuando parecía que iba mejorando, Dios dispusiera que nos dejara para siempre. Usted sabe que somos poco creyentes y que no vamos a misa, pero aún así, ahora estamos convencidos de que Dios,  al ver que no tenía remedio, aceleró su muerte para que dejara de sufrir, y no dejamos de dar  gracias por ello.

– Yo no se de qué murió vuestro padre. Lo que sí sé es que hasta el final penó mucho y bien que sentía no poder hacer nada por él.  También sabéis que a vuestro padre lo conocía desde que éramos unos mocosos y compartimos juegos y escuela; y siempre tuvimos muy buena relación. Tuvo que pelear mucho para  alcanzar lo que se dice “un buen pasar”.

– Es verdad, trabajaron como burros los dos, mi madre también, y todo para que no faltara de nada en casa.

– El caso es que en casa de tus abuelos tenían un saneado capital en viñas y tierras y no vivían mal. Pero cuando se casó con vuestra madre, como empezaron sin nada, ¡hay que ver lo mucho que trabajaron para sacaros adelante a vosotros sin más capital que sus brazos! Ya veis lo que es la vida, cuando se lo tenían ganado, y bien merecido por cierto, la enfermedad no le ha dejado  disfrutarlo.  Una lástima que trabajase tanto para tan poco, pero en fin, seguro que sí hay Dios en el cielo y vuestro padre vivirá esa vida eterna de la que habla la gente de misa, él estará contento con que el pequeño capital que hicieron entre los dos, lo estéis disfrutando ahora vosotros, junto a vuestra madre.

– Muchas gracias, hermano Julián -asintieron al unísono, emocionados los dos hermanos- por el regalo que nos hace con esas hermosas palabras sobre nuestros padres. Ya sabíamos que ustedes eran muy buenos amigos, porque él, últimamente, nos decía que si alguna vez necesitábamos algo, se lo pidiéramos a usted antes que a nadie. Muchas gracias, otra vez, de verdad se lo digo.

– Mas o menos igual les tengo dicho a mis muchachos. Tanto a vuestros padres como a nosotros nos ha gustado pedir poco, ya que es la mejor manera de mantener las amistades, así que, aunque él ya no esté -insistió el hermano Julián-  si yo puedo ayudaros en algo, sea lo que sea, lo haré igual que si todavía estuviese entre nosotros.

La relación de amistad que existía entre las dos familias se debía  al buen trato y sobre todo al respeto que se tenían ambas.  Las fiestas y celebraciones sobre todo las familiares, siempre que podían, las compartían juntos.

– Fue desde que cayó enfermo cuando ya nos juntábamos poco –continuó el hermano Julián-, pero siempre esperando que se curase para volver a pasar nuestros buenos ratos junto a nuestros amigos de siempre, que muchos de ellos también lo han llorado.

– Puede estar usted seguro, hermano Julián, de que aunque mi padre ya no esté entre nosotros, igual que nos ofrece usted su ayuda, si nos necesita, puede contar con la nuestra.  Esto también nos lo hubiera encargado nuestro padre, si él hubiese sabido que se iba a morir tan pronto.

– ¡Ya lo creo que lo hubiera hecho! Pero su muerte fue tan repentina, que nos desconcertó  todos.

– Bueno, hermano Julián, le dejamos tomando el fresco, que está a punto de  amanecer y no podemos retrasarnos más, que cuando lleguemos al quiñón será casi de día.  ¡Quede usted con Dios!

– Id con él vosotros también.  Y tener mucho cuidado al cruzar las vías del tren, porque hasta más tarde no acostumbra a venir la mujer que hace de guardabarrera, y no estando ella,  no sería la primera vez que ocurre alguna desgracia.

– Usted descuide que ya conocemos el camino y sabemos el peligro que tiene ese paso a nivel, con la salida de los trenes a estas horas. Hala, buenos días y cuídese.

El hermano Julián les despidió levantando la mano y con una sonrisa. Miró el reloj  que guardaba en el bolsillo del chaleco, volvió a encender el cigarro que se le había apagado durante la conversación y, fijando la mirada en la luminosidad del lucero del alba rememoró muchas cosas de las que todavía añoraba. Aunque él lo negase una y otra vez, todo el que le conocía lo suficiente sabía que esas primeras horas del día, no solo le servían para tomar el fresco, si no eran para él como una terapia, que le ayudaba a sobrellevar el trauma psicológico de verse jubilado y creerse todavía con fuerzas para seguir ayudando a su familia.

Cuando los rayos del sol le indicaron que el momento del alba había tocado a su fin, y con el recuerdo de su amigo perdido vivo en su memoria, entró en casa buscando la sombra.

[1] Especie de capachos para recoger las uvas en la vendimia.

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