Vámonos, pues, por eso, a comer yerba,
Carne de llanto, fruta de gemido,
Nuestra alma melancólica en conserva.
Vámonos! Vámonos! Estoy herido;
Vámonos a beber lo ya bebido,
Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.
Intensidad y altura, César Vallejo.
Un bebé llora tras la ventana. La casa está vacía desde hace años, pero acaba de oír el llanto de un bebé. El sonido viene del que un día fue dormitorio de sus suegros. Una imagen atropella y destierra la cantinela que ocupaba su cerebro desde hace semanas: su grueso y encallecido dedo índice agarrado por la diminuta mano de su nieta recién nacida. Por un momento sale de su abstracción. Se acerca a la ventana del dormitorio, deja el potro apoyado en la pared y empuja la hoja entreabierta. Unos ojos como platos le miran aterrorizados. Tras la ventana, un bebé succiona el pecho de una chica morena que no acierta a articular palabra. La situación se congela. El tiempo se detiene; es como si el mundo se hubiese parado y le estuviese dando la oportunidad de bajarse. La escena parece sacada del cuadro de algún pintor realista: una vieja casa, un hombre de pié frente a una ventana, una mujer joven dando el pecho a un bebé y el triste ocre de una tarde de otoño. Baja la mirada a la cuerda que mantiene en la mano derecha. A su izquierda el potro desconchado reposa en la pared. Levanta la vista a la viga y vuelve a mirar la cuerda. El bebé se ha dormido agarrado al pecho de su madre. Nota el silencio como algo nuevo, tangible…
–¡Juan! Oye, ¿está ahí tu padre?
–No, ya sabes que no sale. Debe estar en casa.
–He pasado a dar un rapiboleo, como todos los martes, y no estaba. Me he alegrado, he pensado que por fin se había decidido a dar un paseo o a salir a algún recado. Pero no me he quedado tranquila y cuando he terminado de fregar he ido para ver si necesitaba algo, y la casa sigue vacía. ¿No le has visto, no te ha dicho nada?
Todos lo están pasando mal, muy mal. Este verano, el mes pasado, un fatal accidente de trafico acabó con la vida de su madre y su hermana pequeña. La familia quedó destrozada, está costando superarlo. Él aún tiene noches en blanco. Noches en las que su mujer le encuentra en el baño de madrugada hecho unos zorros. Ella, la niña y el trabajo le están salvando el pellejo. Le preocupa su padre. Se ha quedado solo. No ha querido irse a vivir con ellos; se apaña bien solo, dice. Lo cierto es que no es el mismo desde aquella noche. No fue capaz de llorar, no ha sido capaz soltar una lágrima en todo este tiempo. Está distante, no sale, es como si todo le diera igual. Ha dejado el físio y las pastillas, al parecer la rodilla no le duele. La familia bañada en lágrimas y él solo era capaz de farfullar entre dientes algo así como «…esta vez te has pasado…»
La llamada de su tía Rosi le ha dejado preocupado. Pasará a recoger su coche a la casa vieja y dará una vuelta por los sitios que frecuentaba. Seguro que se ha entretenido con algún amigo. Él y su manía a los móviles.
Le ha dado un salto el corazón al ver abiertas las portadas del corral, juraría que cuando dejó el coche estaban cerradas. En el pueblo se oyen historias de ocupas: casas vacías en las que se instalan gentes con problemas de vivienda, extranjeros mayormente. Rodea lentamente el coche. Su cabeza busca una explicación a mil por hora. Su padre se le viene a la mente. Entra en pánico. Siente las doscientas pulsaciones de su corazón golpeándole la nuca.
–¿Papá?
Empuja las portadas. La tarde en retirada deja en el enorme corral sombras por todas partes. Sentada en el suelo bajo la ventana, la espalda apoyada en la pared, con la cabeza entre sus rodillas se adivina la sombra de su padre. Tiene el impulso de correr hacia él, pero las piernas no le responden. Al acercarse oye su respiración entrecortada. Aminora la presión en su nuca, las rodillas dejan de temblar. Se agacha y pone la mano en su espalda.
–Papá
Juan reconoce la mirada de su padre en aquellos ojos hinchados. Tiene la cara sucia, enrojecida la frente, el pelo con un desorden nada habitual en él. Debe llevar horas llorando, pero son sus ojos; no los veía desde hace semanas.
–Vamos papá que, como me decías de pequeño, los hombres no lloran.
Su cara dibuja una leve sonrisa. Le tiende una mano a su hijo y se levanta. Mira la cuerda a sus pies. De reojo ve el interior del dormitorio tras la ventana. Pasa su brazo por los hombros de Juan y salen en busca del coche.
–Me duele la rodilla…