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viernes, 20 diciembre
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Saquitos de tierra, por Pedro Muñoz Plaza

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Se sentía como Paco Martinez Soria en «La ciudad no es para mí»: solo, descolocado, extraño… Por suerte, solo se quedaría tres días. Pasó a una de las pensiones que abundaban en la zona y allí encontró habitación. Fue al tomarle la filiación, al ver su procedencia, cuando el dueño le dijo que por sistema no admitía inquilinos de su pueblo. No acabó de comprender las explicaciones que el casero farfullaba con desgana. Solo, descolocado, extraño y ahora asustado. El frío de febrero, lo avanzado de la hora y el dueño de una pensión con prejuicios no le ayudaron mucho en su primera estancia en la capital.

Era muy joven e inexperto. Con los años, todo quedó en una anécdota que a veces cuenta entre risas. Pero nunca olvidó que lo metieron en un saco en el que nunca había estado ni quería estar, solo por su procedencia, solo porque en su DNI pone que nació en un determinado sitio.

–En Brasil solo hay putas y futbolistas.

–¡Oiga, que mi mujer es brasileña!

La xenofobia es uno más de los irracionales lastres que el ser humano acarrea desde el principio de los tiempos. Debe ser una de esas macas que mantenemos del cerebro reptiliano; uno de esos instintos animales que hacen sobrevivir a las especies a base de temer, de repeler lo desconocido, lo diferente. La evolución hacia el ser moderno, inteligente, racional en el que el hombre siempre se ha querido convertir para, entre otros motivos, demostrarse a si mismo lo especial de nuestra especie, la superioridad sobre el resto de especies que no fueron concebidas a imagen y semejanza de su creador, esa evolución hacia lo racional arrastra al cerebro reptiliano como una pesada carga.

Un numero limitado de individuos –quizá no tan limitado y más influyente de lo que sería deseable– mantiene al cerebro reptiliano como protagonista principal de su existencia. Para éstos, el intento evolutivo de sus congéneres es su particular lastre.

-No sé por qué tienen que venir aquí. Que se queden en su país. Yo solo me iría si no me quedase otra.

-¿Crees que a los que se dejan los huevos en la valla de Melilla les queda otra? ¿Crees que si en su casa se pudiera vivir intentarían vivir en la mía?

Leo un reportaje en El País Semanal titulado «A las puertas de Europa» en el que hablan de los problemas que la inmigración ilegal provoca en los países fronterizos más al sur de la UE. Transcribo parte de uno de sus párrafos que creo es digno de leer detenidamente:

«En una casa se ha abierto el Museo de las Migraciones, algo parecido al cementerio de barcos, pero a nivel micro. Pedazos de vida. Entre las baldas de la sala hay un documento raído de la Embajada de Eritrea en Libia. Coranes, biblias. Saquitos de tierra del país de origen. Zapatillas sueltas. Mientras lo recorremos, uno de sus fundadores, Giacomo Sferlazzo, va contando: “Crearon la imagen de que Italia está siendo invadida. Y entonces vino Frontex”. Latas de Coca-Cola, de fruta, de sardinas, ollas renegridas, medicinas, un neceser. “¿Y hablamos de concederle el Premio Nobel a la isla? La migración va a seguir”. Flotadores, un motor de barco, cuchillas de afeitar, un cepillo de dientes. “¿Por qué huyen estas personas? ¿Por qué aumenta la producción de armas y su venta en el mundo?”. Un biberón con las orejas de Mickey. Leche en polvo…”

Como en su casa de uno, en ninguna parte; nadie hace el cocido como mi madre… Cualquier habitante de la más recóndita tribu situada en el culo del mundo te diría lo mismo. El mundo está como está y el hambre es muy mala… Nadie llama a tu puerta si lo que necesita lo tiene en casa.

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